A sus 24 años, Pete Sampras ya lo había conseguido prácticamente
todo en el mundo del tenis: improbable vencedor adolescente del US Open en 1990,
tricampeón de Wimbledon en 1993, 94 y 95, ganador de Australia y del Masters… y
número uno del mundo desde principios del 93, intercambiando la posición esporádicamente
con Andre Agassi y Thomas Muster, lo único que le faltaba era Roland Garros. Lo
que le separaba de los grandes de todos los tiempos, capaces de ganar en
cualquier tipo de superficie.
Antes de que el torneo se convirtiera en una obsesión, como
se convirtió Wimbledon para Ivan Lendl en los 80, el estadounidense decidió que
1996 iba a ser su año: acudió falto de preparación a Australia, donde cayó en
tercera ronda y mantuvo el número uno ATP con triunfos en torneos menores
estadounidenses, su coto privado. Cuando llegó la primavera, en vez de fajarse
en Montecarlo, Roma o Hamburgo, decidió descansar y entrenar. Nada de maratones
de tres-cuatro horas contra los Ríos, Bruguera, Albert Costa y compañía.
Mentalización y reposo.
De la difícil relación de Sampras con la tierra batida habla
el hecho de que solo ganara dos torneos sobre esa superficie en toda su
carrera: Roma, en 1994; Atlanta, en 1998. Dos de un total de sesenta y cuatro,
ahí queda eso.
Aun así, su dominio en el circuito era tal que a nadie le
cabía duda de que al metódico Pete le acabaría cayendo un Roland Garros aunque
solo fuera por consistencia. Su juego de servicio, derecha y red se veía
ralentizado en arcilla, pero lo que le faltaba sobre todo era capacidad de
sufrimiento, paciencia para no intentar acabar el punto a la primera y fe en su
propia capacidad de aguantar y remontar un partido a cinco sets en pleno junio
con 35 grados en la Philippe Chatrier.
Si quería sufrimiento, 1996 le iba a dar ración doble desde
el principio. Pese a partir como cabeza de serie número uno, su sorteo fue una
carnicería. En primera ronda, un veterano como Magnus Gustafsson, de los que se
adaptan a todas las superficies y que ya le forzó el primer tie-break. En
segunda, el bicampeón, Sergi Bruguera, el hombre que le había derrotado en los
cuartos de final de 1993 camino de su primer Roland Garros.
Bruguera estaba pasando por una de sus rachas de lesiones
pero seguía siendo Bruguera. Además de ser campeón en 1993 y 1994, había sido
semifinalista en 1995, cayendo ante Michael Chang. En París era una eminencia.
Enfrentarse a él en segunda ronda parecía una maldición y más cuando, pese a
empezar ganando los dos primeros sets cómodamente, el estadounidense vio cómo
Sergi le remontaba para colocarse dos iguales y llevar el partido al quinto. Si
Sampras había decidido descansar para guardar fuerzas, se tenía que ver en
aquel momento… y se vio: 6-3 para el número uno del mundo ante un Bruguera
agotado.
Fue uno de esos triunfos que dan moral: ajustado, luchado y
contra un especialista en tierra. La tercera ronda le deparó ni más ni menos
que a Todd Martin, otro todoterreno lejos de su mejor forma pero que en tierra
se defendía con más solvencia que Pete. El duelo volvió a irse más allá de las
tres horas, casi cuatro. Martin ganó el primer set, Sampras los dos
siguientes, Todd el cuarto… y el quinto,
esta vez 6-2, fue para el de Washington D.C., que se colaba así en octavos de
final por cuarta vez en su carrera, después de los cuartos que alcanzara en
1992, 93 y 94.
Su rival en esa ronda sería Scott Draper, por fin un
respiro: después de tres sets, Sampras llegaba a cuartos de final, a solo tres
partidos de la gloria.
La segunda semana de Roland Garros es agotadora. Horas
acumuladas bajo el sol y sobre el polvo, un cansancio mental que compite con el
físico… y la certeza de que solo los mejores, los más resistentes han llegado
hasta ahí, es decir, que, después de todo, te queda lo peor. A Sampras le
quedaba ni más ni menos que Jim Courier, campeón en 1991 y 1992, finalista ante
Bruguera en 1993, también ex número uno del mundo y un luchador descomunal, sin
la clase de Pete, pero con una tenacidad asombrosa. Courier, número siete del
mundo por entonces, asomaba como el gran rival. El resto del cuadro se había
quedado tiritando: Pioline, Karbacher, Stich, Rosset, Krajicek… solo el joven
Kafelnikov estaba en el top 10 y su aguante mental no era precisamente
envidiable.
Sampras afrontó el duelo contra Courier como si fuera una
final, demasiado tenso: el primer set se lo llevó el pelirrojo en el tie-break,
el segundo aún más fácil: 4-6. Courier atacaba con su derecha sobre el revés de
Sampras, el imprevisible revés de Sampras, y sabía leer su servicio con
fluidez, manteniendo siempre la bola en juego. Pete estaba en un lío de los
buenos: remontar dos sets en tierra batida es un infierno. Hacerlo ante
Courier, una heroicidad, así que fue poco a poco: el tercer set se lo llevó
6-4. El cuarto set, tranquilo, suelto, centrado, dispuesto a sufrir, 6-4 de
nuevo. Por tercera vez en lo que llevábamos de campeonato, Sampras llegaba al
quinto set… y por tercera vez ganaba. ¿Adivinan el marcador? 6-4.
El hombre tranquilo había ganado de una manera tranquila
pero impresionante. Martillo pilón, Sampras conseguía la victoria más
importante de su carrera en tierra batida y llegaba por primera vez a
semifinales. ¡A dos partidos de conseguir el Grand Slam en su carrera, algo
solo al alcance por entonces de Laver, Emerson, Perry y Budge! La táctica de
descansar en abril y mayo había surtido efecto, eso estaba claro, pero, ¿cuánta
gasolina le quedaba en el depósito a un hombre acostumbrado a que los puntos le
duraran cinco segundos? En semifinales le esperaba Yevgeni Kafelnikov, 22 años,
semifinalista en la edición anterior. Por el otro lado, Michael Stich y Marc
Rosset se jugaban una plaza de finalista.
Lo más fácil ya estaba hecho: Bruguera, Martin, Courier… los
campeones de verdad. Junto a él, un excéntrico ruso, un especialista en pista
rápida y el imprevisible Rosset, campeón de los Juegos Olímpicos de Barcelona
sobre arcilla, pero incapaz de conseguir buenos resultados en los torneos
grandes. Si Sampras ganaba a Kafelnikov, el título era suyo, y, sin duda, era
el gran favorito.
No pudo ser.
Sampras luchó como un jabato durante el primer set, que se
decidió en el tie-break. Ese fue su canto del cisne. Visiblemente lesionado,
con lágrimas en la cara de dolor, agotado por la tensión de las dos semanas, el
americano se llevó un rosco en el segundo set y apenas pudo sumar dos juegos en
el tercero. Al menos tuvo el coraje de no retirarse y no ensuciar así la
victoria del ruso, que, como era de prever, se impuso en la final a Michael
Stich, no sin tener que pelearlo, por supuesto (7-6, 7-5, 7-6).
A la carrera de Sampras se le unieron muchos triunfos, hasta
totalizar casi 300 semanas como número uno del mundo, 14 Grand Slams, 5 Masters
y varias Copas Davis. Se retiró a lo
grande, con 31 años recién cumplidos, derrotando a su némesis, Andre Agassi, en
la final del US Open 2002. Sin embargo, nunca volvió a acercarse a Roland
Garros. De hecho, ni siquiera superó la tercera ronda de ninguno de los grandes
torneos sobre tierra batida: ni en Montecarlo, ni en Roma, ni en Hamburgo, ni, por
supuesto, en París.
Pete, cada año, como un colegial refunfuñón se plantaba allí
porque sabía que era su obligación, pero sin esperanza alguna: en 2000, perdió
en primera ronda. En 2001, en segunda. En 2002, otra vez en primera. Puede que
su leyenda tuviera para siempre un asterisco, pero era un asterisco soportable.
Otras dos semanas con las zapatillas rojas y el sudor pegado al cuerpo para
nada era algo que simplemente no entraba en sus planes.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"