Acaba el partido del Barcelona y la Chica Diploma me dice "te quiero". Así, nada más descolgar el auricular, sus primeras palabras. Lo dice con una voz preciosa, de comprensión, de alguien que sabe por qué dice lo que dice. Ella es del Madrid. No solo eso, sino que la mitad de nuestra primera noche la pasé con una camiseta de Messi puesta. Aun así, dice "te quiero", como si hubiera que poner las dos cosas en la balanza y pensar qué es mejor: que la Chica Diploma me quiera o que el Barcelona se clasifique para una final.
Y, claro, no hay color.
A ustedes todo esto les parecerá cursi porque les habrán querido mucho. A mí me han querido bastante, eso no lo voy a negar, pero no siempre he conseguido que me lo dijeran con tanto convencimiento. Al revés, sí. Yo, a los dos días de estar con una chica ya le he dicho cinco veces que la quiero y a los seis días es mi novia. Si no la presento a mis padres es por pánico a que ella me presente a los suyos... y es que soy de esas personas que con una familia tiene más que suficiente. "Once too many", como decía Borges sobre el matrimonio poco antes de volver a casarse.
El caso es que yo he llegado a mendigar "te quieros", que es de las cosas más tristes que se pueden mendigar en la post-adolecencia; lo siguiente sería regalar abrazos en la Plaza Mayor los domingos por la mañana. He mandado mensajes diciendo "TQ" y dejando bien claro que esperaba un "YO TB" de vuelta. He llegado incluso a escribir "YO TB" de entrada para que la respuesta fuera "TQ", pero las chicas no siempre entendían el juego y contestaban con signos de interrogación -que es a su vez de las cosas más tristes que uno puede contestar en un mensaje de texto- o llamaban desconcertadas.
Esto no es un insomnio, es una disciplina. La disciplina del taladro a las 8 de la mañana. Los gritos y los martillazos que hacen vibrar el dormitorio y el salón. Uno se levanta aunque no tenga nada que hacer y se inventa ocupaciones: mi favorita es actualizar páginas de Internet hasta encontrar una sonrisa. Luego me echo a leer un rato. Hoy tocaba Iñaki Uriarte, sus "Diarios". Hace poco publicó la segunda parte y las mejores críticas vinieron de Jabois, Montano y compañía. No podía perderme aquello, pero yo ni siquiera había leído el primer volumen porque pasé mi juventud mandando mensajes ridículos y leer, lo que se dice leer, leí lo justo.
La lectura de Uriarte es ansiolítica. Me gustan los autores ansiolíticos. Stefan Zweig en parte lo es, incluso dentro de su entusiasmo puntual, un entusiasmo juvenil, de lectura con linterna bajo las sábanas. Uriarte se obsesiona tanto con escribir "con naturalidad" que hasta cuenta el número medio de letras que tienen sus palabras. Una naturalidad tremendamente poco natural pero que sin embargo funciona, como si hiciera lo que David Hume en el siglo XVIII, cuando empezaba a pensar si él realmente era él o solamente un haz de percepciones sin continuidad en el tiempo y entonces llamaba a sus amigos para jugar al bridge y dejarse así de historias. Amigos ansiolíticos.
David Hume fue el primer duchampiano. Estaba gordo, gordísimo. Era un hombre que sabía divertirse y dejó una tumba preciosa en Edimburgo.
Las primeras páginas del libro de Uriarte son de las que le provocan a uno melancolía. Resulta inevitable. No sólo por la sencillez y la calidez de los textos, su aparente intrascendencia, sino por lo a gusto que se siente uno al otro lado: mecido, acurrucado, protegido por ese manto de confianza. La sinceridad. Yo le puedo perdonar a un libro cualquier cosa menos que no sea sincero. Yo le puedo perdonar a una chica cualquier cosa pero lo que no le puedo perdonar, y en eso soy irreductible, es que no me diga "te quiero" cuando me coja el teléfono.