Hasta once años tuvieron que pasar para que el Barcelona ganara una liga sin Johan Cruyff. De 1974 a 1985. Y no es que las cosas antes de Cruyff hubieran ido mucho mejor: el anterior título databa de 1960. En medio, sí, muchas Copas, muchísimas, algunas Copas de Ferias y las Recopas de 1979 y 1982, las dos con José Luis Núñez ya como presidente. Aquel equipo de la temporada 1984/85 era una mezcla de veteranos que llevaban años peleándose —literalmente— con el Athletic de Bilbao y algún fichaje de cierto relumbrón como el escocés Steve Archibald, aparte del entrenador inglés Terry Venables.
Los azulgrana dominaron la competición desde la primera jornada hasta la última y fueron campeones con diez puntos de ventaja en unos tiempos en los que se disputaban solo 34 partidos y la victoria se premiaba con dos puntos.
Aquello podía ser el principio de algo grande, pero Ramón Mendoza se interpuso en el camino. Para ganar las elecciones del Real Madrid prometió fichajes y se le fue la mano: Paco Buyo, Rafael Gordillo, Hugo Sánchez, Antonio Maceda… Si a eso le sumamos la eclosión de la llamada “quinta del Buitre”, al Barcelona no le quedó más remedio que volver a adoptar su condición de eterno aspirante liguero, con todas las expectativas puestas en la Copa de Europa, el único título que faltaba en las vitrinas blaugranas, el más anhelado, por encima de cualquier cosa, para evitar la burla constante de sus rivales de la capital, quienes coqueteaban con la séptima cuando ellos ni siquiera habían conseguido la primera.
Pocos fichajes hubo ese verano, y que se asentaran de manera más o menos continua en el once inicial solo uno: el paraguayo Raúl Amarilla. Por lo demás, la estructura era la misma: en la portería, el sobrio Urrutikoetxea, en defensa los corajudos Alexanco y Migueli con Julio Alberto y Gerardo subiendo la banda. El medio del campo era cosa exclusiva de Bernd Schuster, ya en peleas con la directiva, acompañado por Víctor y Esteban. Los extremos eran para Carrasco y Calderé y la delantera para Archibald o el citado Amarilla. Los Pichi Alonso, Marcos, Pedraza… tenían normalmente que esperar su oportunidad desde el banquillo.
Si en la liga, como era de esperar, el Madrid se distanció rápidamente y desde el inicio, en la Copa de Europa las cosas avanzaban a trompicones pero avanzaban: en primera ronda, el Barcelona eliminó al Sparta Praga por el valor doble de los goles fuera de casa; en octavos, hizo lo propio con el Oporto, un rival muy peligroso como se vería el año siguiente: 2-0 en el Camp Nou y 3-1 en Das Antas. El sorteo de cuartos de final le emparejó con la Juventus, el campeón italiano. Aquello eran palabras mayores y más con la ausencia de Schuster, entre molestias, lesiones y desavenencias con casi todo el mundo. La ida se celebró en el Camp Nou de nuevo y terminó con un agónico 1-0, obra de Julio Alberto. La vuelta, en el Comunale, empezó con bengalas y humo, pero Archibald en un cabezazo imposible y con la ayuda del portero Tacconi enfrió los ánimos. La Juventus tenía que marcar tres goles pero solo fue capaz de conseguir uno, a pies de Michel Platini.
El Barcelona estaba en semifinales y ante un rival que ahora no daría miedo pero entonces, en los tiempos pre-Bosman, sí: campeón de las últimas tres ligas suecas y la UEFA de 1982 —añadiría otra en 1987—, el Goteborg era un señor equipo, especialmente en su casa. Completamente desconectado de la competición local y con todos los ojos en Europa, el Barcelona acudió al partido de ida en pleno ataque de ansiedad: el castigo fue contundente, un 3-0 para empezar la eliminatoria que prácticamente la cerraba.
Aquello era una desgracia. La final de aquel año se celebraría en Sevilla y todos los culés tenían su billete ya preparado para la cita de mayo.
La remontada empezó a gestarse con la eliminación del Athletic de Bilbao en semifinales de Copa del Rey, re-editando viejas rencillas. Schuster volvió al once inicial y se asentó en el medio del campo. Pocos días antes de la vuelta, el Valencia visitaba el Camp Nou y se llevaba un 3-0, justo el marcador soñado. Por supuesto, el milagro era posible, pero no dejaba de ser un milagro. Todo un año viviendo al filo para caer ahora ante un equipo sueco… parecía el destino del Barcelona, su eterno malditismo. Aquella vuelta de las semifinales se convirtió en uno de los partidos más recordados de la historia culé: Venables recurrió a Pichi Alonso para que hiciera un último servicio al club y vaya si cumplió: a los nueve minutos de partido, marcaba el 1-0 y en la segunda parte anotaría otros dos, el tercero tras pase de Carrasco en una plancha de cabeza memorable que llevaba la eliminatoria a los penaltis.
No acabaría ahí el sufrimiento: los suecos acertaron sus tres primeros penaltis y Carrasco falló el suyo para dar una ventaja casi definitiva. El siguiente lanzamiento del Goteborg fue gol: 4-2. El Barça necesitaba marcar los dos que le quedaban y que el rival fallara el quinto. Todo eso, simplemente, para prolongar la agonía. Calderé cumplió, Nilsson no pudo con la presión y Urruti detuvo su lanzamiento. A continuación, el propio portero azulgrana marcaba el empate a cuatro. El Camp Nou enloquecía, los jugadores rezaban en el campo, Guardiola y los demás recogepelotas entraban al campo eufóricos cuando el siguiente lanzador sueco mandaba su disparo al segundo anfiteatro y todo acababa en euforia descontrolada al ver cómo Victor colocaba su penalti en la escuadra y le daba al Barcelona, por fin, la clasificación para la final de la Copa de Europa, la segunda de su historia, la primera desde… ¡1961!
“Aquest any, sí”, coreaban los aficionados mientras llenaban el Sánchez Pizjuán, dispuestos a aplastar al Steaua de Bucarest, un equipo que ni siquiera dominaba habitualmente su competición y del que nadie podía esperar que empezara justo ese año un ciclo de victorias que duró hasta 1989, convirtiéndolo en una referencia europea. El optimismo barcelonista era tal que poco importó la derrota ante el Zaragoza en la final de Copa del Rey apenas diez días antes. Copas ya tenían muchas, querían la “orejuda”, por fin, “la primera”. La sensación era de que aquella oportunidad podría no repetirse jamás y que había que agarrarla como fuera.
No pudo ser.
El Steaua, que venía de eliminar a rivales de muy bajo nivel como el Honved de Budapest o el desconocido Kuusysi finlandés antes de cargarse al Anderlecht en semifinales, demostró que no estaba ahí por casualidad. Con Duckadam protegiendo la portería, Belodedici en la defensa, Balint en el medio del campo y el gran Lacatus en la delantera, no se dejó intimidar en ningún momento por el supuesto glamour barcelonista. La primera parte acabó 0-0. La segunda, también. La tensión era tal que ni siquiera en la prórroga ninguno de los dos equipos consiguió batir la portería contraria.
El Barcelona tendría que ganar la final como había ganado todas las rondas anteriores: a la heroica, en el último momento, de nuevo en los penaltis. El primero en lanzar es Majari, un disparo terrible, mordido, al centro. Urruti detiene cómodamente y las bengalas saltan. Un poco más cerca, un poquito más cerca, piensa el aficionado azulgrana mientras el capitán Alexanco se dispone a poner a su equipo en ventaja. El balón va fuerte y colocado a la derecha de Duckadam, quien se lanza como un felino y desvía la pelota. Los nervios vuelven: Bölöni se presta a lanzar por segunda vez para el Steaua… y vuelve a hacerlo de manera desastrosa. Urruti detiene. Urruti de nuevo el héroe. Senyeras al viento. Pedraza es el siguiente: su lanzamiento va raso y al poste, como mandan los cánones… pero insiste en el lado mágico de Duckadam, que vuelve a detener.
120 minutos, cuatro penaltis y aún 0-0. Increíble.
El tercer lanzador rumano es Lacatus. Palabras mayores. Chupinazo que silencia el Sánchez Pizjuán y pone por delante a su equipo por primera vez en la final. El encargado de empatar es Pichi Alonso, el autor del hat-trick en semifinales. ¿Adivinan dónde lo tira? A la derecha del portero. ¿Adivinan qué pasa? Que el portero vuelve a lanzarse a ese lado y vuelve a detener. La cosa está como ante el Goteborg, poco más o menos, especialmente cuando Balint pone el 2-0. El Barcelona debe marcar dos goles y que el Steaua falle el suyo. Si pasó una vez, ¿por qué no dos?
Marcos Alonso asume la responsabilidad. Después de ver las tres paradas de Duckadam, decide cambiar la dirección del lanzamiento y enviarlo a su izquierda… pero con tan poca fuerza, tan poca convicción, que el portero rumano solo tiene que lanzarse al suelo para detenerlo. Cuatro penaltis parados, la mayor exhibición de un portero en una situación así, solo comparable a la de Dudek en 2005 ante el Milan. Cuatro penaltis fallados, ciento veinte minutos desperdiciados por un Barcelona que tendría que esperar aún seis años para ver su sueño hacerse realidad.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"