Empecemos por algo muy frívolo. ¿Qué se les ocurre?, ¿Gran
Hermano, por ejemplo? Muy bien, empecemos por Gran Hermano. En lo que llevamos de año, dos ex concursantes
han sido apaleadas y apuñaladas a la salida de sendas discotecas, perdiendo en
uno de los casos la visión de un ojo. Se podría pensar que tampoco es ningún
escándalo sino una cuestión de estadística: al ritmo de ediciones, pronto habrá
más ex concursantes de Gran Hermano en este país que parados. Además, sus
ingresos dependen de las discotecas y, en fin, quizá no sea el lugar más seguro
para ganarse la vida.
En cualquier caso, a mí, Gran Hermano me da igual. Todo esto
de lo que les hablo lo pueden llevar a su entorno habitual, sea el que sea,
porque el fondo es el mismo: la agitación del odio. En los programas de
corazón, desde hace más de una década, aquellos lodos de “Tómbola” y Canal Nou,
se vive de azuzar las bajas pasiones de manera continua: el personaje famoso se
presenta desde la burla, la decadencia, el ataque gratuito… elevar a lo más
alto para después atizar lo más fuerte posible. Horas y horas y horas. La vida
de los demás ya no pretende impresionarnos, pretende enfadarnos, pretende que
pensemos “¿Por qué ellos sí y nosotros no?” y nos alegremos con cada una de sus
desgracias.
O las protagonicemos en cualquier discoteca de pueblo. ¿Por
qué no, quién nos lo impide?
El odio. No es una cuestión televisiva. Fíjense en cada
campaña electoral. ¿Qué hacen los dos grandes partidos? Incitar a que no se
vote al otro. Simplemente. Apelar a lo que hay de desprecio atávico en el
votante para obligarle a no votar, a tener miedo, a lanzarse a la calle o a la
urna con la cara descompuesta, “se van a enterar estos”. Ortega ya decía hace
casi 100 años que el problema de este país –entre muchos otros- era “la acción
directa”, es decir, esa tendencia de cada español a pensar que él puede
solucionarlo todo sin mediadores. ¿Y qué mayor expresión del mediador que el
político?
O las discográficas, ojo.
Que Ortega tenga razón, y la tiene, no evita las
caricaturas. Los políticos se han empeñado en despreciar a sus compañeros de
hemiciclo que han conseguido que al final todos los consideremos despreciables,
por un lado o por el otro. La agitación, el insulto, la mofa… la falta de
reconocimiento del contrario como tal, convertido sin más en enemigo, no es un
invento de la masa, es la clave de cualquier campaña. El papel del periodismo
en todo esto es el habitual en estos tiempos: una simple cadena de transmisión.
Garzón sí, Garzón no. Camps sí, Camps no. Rubalcaba-Chacón, Gallardón-Aguirre.
La necesidad de tomar una postura radical ante todo, despreciando la realidad
del tronco y las ramas.
A menudo mis amigos me reprochan que no tenga una opinión
sobre cada caso concreto. Mi tibieza, por así decirlo. Mi desesperante lentitud.
Yo entiendo esa necesidad de creer. Incluso la envidio. Simplemente, no me es
posible compartirla, necesito razonar antes, tener los datos. Molestarme en
analizar antes de gritar. Mourinho o Guardiola. Pepe o Xavi. El País o El
Mundo. Losantos o Gabilondo. Tronistas o tertulianos.
Mande un SMS al número de su elección.
Ha llegado el momento en el que no insultar se ha convertido
en defecto de “maricomplejines”, no ser un forofo en rémora de
“pseudoaficionados” y no votar contra el enemigo en tara de nihilistas poco
comprometidos. Luego llegan las navajas y las patadas. Tiene su lógica. Puede
que en primera instancia la
basura del contenedor ajeno nos resulte un problema
de los otros. Ya saben, el infierno.
Pero no, pónganle el color que quieran que, con el tiempo, acabará oliendo todo
igual.
Artículo publicado originalmente en el periódico El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia"
Artículo publicado originalmente en el periódico El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia"