“Míreme a los ojitos”, le
decía Luis Aragonés al finalizar el entrenamiento mientras Romario bajaba la
cabeza, el andar pesado, como si estuviera envuelto en una infinita resaca.
“Míreme a los ojitos”, insistía el de Hortaleza, su tercera temporada en
Valencia, el entrenador que a punto había estado de birlarle el doblete al
Atleti el año anterior gracias a los goles de Mijatovic . Luis hablaba y Romario
seguía adelante, intentando no cruzar su mirada con la del entrenador,
aparentando algo que no era desdén sino más bien aburrimiento. Aburrimiento de
las tácticas, las obligaciones, los entrenamientos matutinos, la severidad del
juego en equipo, el empeño en tratarle como a uno más cuando él no era uno más.
Él era Romario. Campeón de
todo. El mejor goleador del planeta junto a su compatriota Ronaldo. ¿Qué más
querían de él?, ¿para qué le habían llamado exactamente?, ¿para que se
entrenara lo mismo que Poyatos, que Engonga…?
Si aquello iba a ser un pulso
–y lo parecía- el brasileño no estaba dispuesto a perderlo. Ya había sucedido
algo similar con Johan Cruyff y al final se salió con la suya, con un Barcelona
que le esperó hasta bien entrado agosto, que amagó con castigarle y que acabó
traspasándole al Flamengo. Aquel fue el inicio del fin de una era mágica y en
Valencia tendrían que andarse con cuidado si no querían que pasara algo
parecido. Si había que volver a Brasil, se volvía, pero gritos, a esas horas de
la mañana, los justos, por favor.
Lo que no sabía Romario era
que a Luis Aragonés no le gustaban los dibujos animados, y que, puestos a
jugar, no era el mejor rival para tener enfrente. Aquella partida
autodestructiva acabó como era de esperar: con el brasileño de vuelta al
Flamengo, el madrileño en la calle a la jornada 14 y el Valencia en manos de
Jorge Valdano, el último paso fugaz del argentino por los pasillos.
Romario y sus apuestas
exageradas. Los aficionados querían goles y los entrenadores solo querían sudor
y fidelidad a las normas. Romario era de todo menos un burócrata. Simplemente,
un pillo, un tipo listo. A los 31 años volvió a Brasil aún como Campeón del
Mundo para prepararse cara al Mundial de Francia que nunca jugaría, dispuesto
al regreso por todo lo alto al fútbol europeo que jamás tuvo y con la mente
fija en Río de Janeiro, el lugar donde empezó todo, allá por 1982.
Lee el resto del artículo sobre Romario, desde su debut en 1985 en el Vasco da Gama hasta su retirada 24 años después en el América de Segunda División pasando por el PSV, el Barcelona, el Valencia, el Mundial de 1994, el Flamengo, el Fluminense... y todas las broncas y goles que dejó por el camino, de manera totalmente gratuita en la revista JotDown