No creo que las decisiones económicas de este gobierno vayan
por buen camino. No porque sean de este
gobierno en particular -que no está nada claro que lo sean- sino porque siguen
ese concepto tan vago de “austeridad” que amenaza con cargarse el consumo
interno de España y Europa mientras se pagan religiosamente los intereses de
las distintas deudas contraídas. Como afirmaba Rosa Díez en el reciente debate
parlamentario sobre la revisión del déficit público, es de suponer que hay un
plan financiero en la Unión Europea que va más allá de prestar dinero a los
bancos al 1% para que ellos compren deuda soberana al 5%.
Tampoco sé hasta qué punto la reforma laboral va a dinamizar
el mercado de trabajo. Cuando el presidente sale diciendo: “Sabemos que a corto
plazo el paro aumentará y la recesión se acentuará…”, el país tiene un problema
muy serio porque “el corto plazo” es ni más ni menos que el quinto y el sexto
año de crisis, paro, falta de liquidez, deudas y estancamiento del consumo. Hay
en todo esto una desgana acorde a la situación anímica española: da la
sensación de que el Gobierno ha hecho una reforma laboral por hacer algo y los
sindicatos le han convocado una huelga general porque no quedaba más remedio.
Que el negativismo se ha apoderado de los españoles es
obvio, creo que todos lo podemos reconocer en nuestro entorno más cercano. Un
buen amigo lo resumía perfectamente: “El problema no es el dinero. Yo podría
tener un millón de euros, pero, ¿qué hago en España con un millón de euros más
que perderlo?” Esa es la sensación: que no hay escapatoria, que no hay futuro,
que no hay medio-largo plazo ni esperanzas, solo mantras insistentes como “generar
confianza”, “no gastar lo que no se ingresa” y “todos hemos vivido por encima
de nuestras posibilidades” que pretenden abortar cualquier atisbo de protesta
sensata.
¿Es la huelga general una solución a este problema? A mí las
huelgas generales no me parecen una solución para casi nada. Hoy en día, una
huelga general no se hace contra los empresarios, sino contra los consumidores.
En una sociedad de servicios como la nuestra, esto es así. La huelga es un
sacrificio, por supuesto, pero pierde un poco de sentido cuando el sacrificio
lo hacemos perjudicando a los que ya se sacrifican a diario, mientras los que
han recortado salarios y puestos de trabajo se ahorran ese día de sueldo.
Hay algo que no me cuadra en el ejercicio del derecho a
huelga y es que supone la renuncia a todos los demás derechos, es decir, ese
día, para ejercer mi derecho a protestar contra una medida laboral, decido
renunciar a mi derecho a la atención sanitaria, a la educación, a la movilidad,
al trabajo… Todos los derechos que defendemos los otros 364 días del año
desaparecen ese día para poner morros y gritar bien alto y en pareado.
Cuando el Metro cierra, los usuarios se quedan sin poder
viajar y la empresa se ahorra un dineral. Cuando un instituto o un colegio
cierra, un montón de estudiantes se quedan sin la lección de ese día y la
administración se guarda otra buena cantidad en sueldos. Cuando los
trabajadores de un hospital o un ambulatorio deciden no prestar sus servicios
ese día, las listas de espera crecen, las pruebas se retrasan, los quirófanos
se vacían… y se daña aún más a la sanidad pública.
En resumen, que yo no voy a hacer huelga el 29 de marzo,
salvo que me obliguen a ello. No porque esté de acuerdo con la reforma laboral
o con las medidas económicas del gobierno sino porque prefiero sacrificar ese
derecho a sacrificar todos los demás, porque hay un punto de “que se joda el
capitán que no como rancho” que me molesta. Como los sacrificios son una cosa
muy personal, por supuesto, el que quiera elegir en otro sentido libre es de
hacerlo, pero, por favor, sin imposiciones ni moralinas.
Artículo publicado originalmente en el periódico El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia".