Nada hacía indicar que Magic Johnson
estuviera empezando ningún declive. Absolutamente nada, ni siquiera los
32 años de edad, un chaval comparado con su compañero de fatigas
durante tantas temporadas, Kareem Abdul-Jabbar,
retirado dos veranos antes con los 40 ya cumplidos. La temporada 1990/91
la acabó Magic con una media de 19 puntos, 12 asistencias y 7 rebotes
por partido… jugando 37 minutos. No solo eso: llevó a su equipo, un
equipo algo más lento que el de los 80 pero mucho más listo, con jóvenes
como Divac o Campbell y jugadores consolidados como Sam Perkins, a la final de la NBA, imponiéndose a los todopoderosos Blazers en la Conferencia Oeste.
La
única decepción de aquel año fue la propia final: pese a adelantarse en
el primer partido, jugado en Chicago ante los Bulls de Michael Jordan, los Lakers cayeron víctimas de la propia voracidad de la superestrella de Nike… y una plaga improbable de lesiones con el mismísimo Magic como principal afectado. Desesperado en el banquillo, Earvin veía cómo Jordan, Pippen y Paxson
encadenaban victoria tras victoria en el mítico Forum de Inglewood y se
llevaban así el primero de sus tres anillos consecutivos.
Había motivos para el optimismo: un equipo en renovación que llegaba a una final en su primer año con Mike Dunleavy
en el banquillo y la perdía con tantas desgracias juntas parecía el
entorno ideal para que Magic, también algo más lento, pudiera mostrar
durante unos cuantos años más su clase y su sabiduría en un entorno
quizá más calmado pero igual de competitivo. En octubre de 1991, los
Lakers viajaron a Europa para disputar el Open McDonald´s, el único
vínculo por entonces entre el baloncesto FIBA y el baloncesto NBA. Su
rival en la final del torneo fue el Joventut de Badalona, aquel Joventut
de Lolo Sainz, Villacampa, Jofresa, Ferrán Martínez, Corney Thompson… y un sorprendente Carles Ruf, que jugó aquel día el partido de su vida.
Los Lakers sufrieron pero ganaron.
Al fin y al cabo, las pretemporadas en Estados Unidos no sirven de
nada. Magic jugó los minutos decisivos y fue elegido el MVP del
campeonato. No podía ser de otra manera: Magic era la cara amable de la
NBA igual que Jordan era la atlética y Bird la competitiva.
A
la vuelta a Estados Unidos empezaron los problemas. Pese a que la
temporada estaba a escasas semanas de comenzar, Magic no se entrenaba
con sus compañeros. En principio se habló de unas molestias, medidas de
prevención… pero los días pasaban y del siempre sonriente base de
Michigan no se sabía absolutamente nada. De repente, el 7 de noviembre, en una emotiva rueda de prensa
y acompañado por su mujer y los dueños del equipo, Earvin “Magic”
Johnson confesaba lo que por entonces parecía una condena de muerte: era
portador del VIH, es decir, tenía todas las papeletas para acabar
desarrollando el síndrome mortal llamado SIDA.
Poca gente hizo más por la lucha contra el SIDA que Magic. Igual que Rock Hudson o Freddy Mercury
habían pasado todo el sufrimiento en soledad, sin dar explicaciones de
su deterioro más que en los últimos momentos de sus vidas, Magic decidió
coger el toro por los cuernos. Gracias a él supimos que VIH y SIDA no
eran exactamente lo mismo. Que uno puede tener el virus y no desarrollar
la enfermedad. Nos enteramos de verdad —más allá de aquel “Póntelo,
pónselo”— de qué tipo de contactos eran potencialmente contagiosos y
cuáles no ofrecían cuidado alguno.
Nos
libramos de los prejuicios, en definitiva. El SIDA dejó de ser una
enfermedad de homosexuales y heroinómanos. El paso adelante fue
gigantesco.
Aunque
la medicina estaba todavía en pañales, Magic se agarró a cualquier
esperanza y luchó como un jabato. Todos intuíamos que el SIDA acabaría
con él, pero él se empeñó en callarnos a todos la boca. A las semanas de
la rueda de prensa, ya estaba entrenando de nuevo. A los pocos meses
disputaba el All Star Game, aquel partido en el que determinados
jugadores —Karl Malone, entre ellos— mostraron una
cierta incomodidad por jugar con un portador del VIH. Magic llevó al
Oeste a una victoria arrolladora y fue elegido MVP del partido con todo
merecimiento, nada de homenajes vacíos. Su pique final con Isiah Thomas aún es recordado.
Isiah Thomas, el mismo que por la espalda le clavaba todo tipo de puñales.
Animado
por los resultados, Magic confirmó su presencia en los Juegos Olímpicos
de 1992. Después de que la FIBA y el COI se aseguraran de que no había
peligro alguno para la salud de los demás competidores, el baloncesto
del “Dream Team” se convirtió en una fiesta.
La medalla de oro iba a ser el final de una trayectoria meteórica, con
cinco anillos de la NBA y un título universitario incluidos. A partir de
ahí se abría la incógnita: de acuerdo, Magic estaba muy bien un año
después de reconocer la enfermedad, pero, ¿cómo evolucionaría con el
tiempo?
Pasaron
los años y Magic seguía fuerte, algo más fondón, incluso, sonriente,
sin muestra alguna de enfermedad. Intentó pasar a los banquillos pero su
experiencia fue breve y desastrosa. En la temporada 1995-96, a punto de
cumplir 36 años, decidió que volvía a las canchas. Había pasado
suficiente tiempo como para que el SIDA no fuera un anatema pero
demasiado poco como para que los miedos desaparecieran. El propio Magic
confesaría después que la experiencia fue agridulce, que sentía el miedo
de sus defensores, una manera extraña de tratarle. Solo Dennis Rodman,
el bala perdida de Dennis Rodman, le dejó claro que para él era un
jugador más y que le iba a meter toda la caña del mundo cuando se
enfrentaran. Así lo hizo… y Magic se lo agradeció públicamente.
Fueron
32 partidos, casi todos saliendo desde el banquillo como ala-pivot.
Magic tenía la altura para el puesto y muchos más kilos que cinco años
atrás; no era tan ágil como para dirigir el juego desde la posición de
base pero se convirtió en un jugador de poste que repartía balones a sus
compañeros o anotaba con su “baby-hook” o cualquier movimiento de pies.
Los Lakers perdieron en primera ronda de play-off pero los números del
veterano y “enfermo” Johnson fueron notables: 15 puntos, 7 asistencias y
6 rebotes en 30 minutos de juego.
Por
supuesto, Magic podría haber seguido muchos años más, pero ya hemos
dicho que se sentía incómodo. Él quería ser el centro de atención por su
juego, no por su salud y desde luego lo último que necesitaba era
pensar que, en algún partido, algún rival pudiera llegar a sentir pena
por él. De ninguna manera. Al acabar la temporada volvió a retirarse
después de haber mostrado al mundo que un hombre con VIH puede pelearse
durante 36 partidos con los mejores atletas del planeta y salir
victorioso.
A
partir de entonces, se dejó de mirar a Magic con lupa. Ahora sabemos
que tiene el VIH porque nos acordamos de aquella rueda de prensa pero él
no ha cambiado en nada. Cada vez más orondo, más enorme, desde sus 206
centímetros de altura, e igual de sonriente, ejerce de directivo —o, más
bien, de relaciones públicas— de su equipo de toda la vida. El SIDA iba
a acabar con su carrera y con su vida, decían todos. Pues bien, no pudo
ser. Magic no quiso que fuera así y la ciencia le ayudó. El resto fue
una cuestión de rabia y orgullo.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"