Kurt Cobain había muerto y yo empezaba COU, un año, por definición, perdido, de enlace. Un año preparatorio, si se quiere, competitivo en ocasiones, de cortes y medias. Creo que podría haber competido perfectamente con cualquiera pero por si acaso decidí estudiar filosofía y no meterme en concursos de popularidad. Apenas quedaban camisas de leñador. Se habla mucho de aquello pero en realidad duró dos-tres años, no más. En 1995 bailábamos "Dance Cherokee" y "Scatman" y llevábamos vaqueros ajustados, billeteras con cadenas y gafas de sol opacas dentro de las discotecas.
Discotecas. Por ejemplo, Pachá, Ku, Archie´s, Joy, Green... No sé cómo acabé ahí pero si aquello era una preparación seguro que tuvo sentido. Tuvo que tenerlo. En los pases de tarde las niñas de 16 años se maquillaban como puertas y los niños ensayaban caras de malotes. Nosotros, contradictorios, nos empeñábamos en pasar desapercibidos. Los televisores repetían los colapsos del Barça, los fines de semana nos rendíamos a la ludopatía.
Había en aquella sucesión de antros una especie de desafío, adaptación al medio si se quiere.
If I can make it there, I´ll make it anywhere. La sesión de Pachá empezaba, siempre, con "Loser" de Beck y acababa con "All I wanna do" de Sheryl Crow. En medio podía pasar cualquier cosa. Cualquier cosa, ese era el encanto. Desde Offspring y Green Day a "Short dick men" y "I want to move it, move it". "Lithium", de Nirvana, siempre caía, tarde o temprano.
Eran unas visitas muy tempranas. De 9 a 11, algo así. Nos echaban como ovejitas y entraban los mayores. Nosotros, entonces, cruzábamos el río Fuencarral y nos metíamos en Malasaña, nuestro hogar natural. Los sábados -puede que los viernes- acabábamos siempre en "The Harp", un pub irlandés en la esquina de Espíritu Santo con Madera, entre el Desert y la Sidrería. En ese pub tocaba un grupo de ingleses, con acento muy cerrado, más o menos de 11,30 a 12,30. Las canciones siempre eran las mismas, un rollo entre Van Morrison y Free, todo muy setentero, muy Tarantino para nosotros. Acústico.
Nos sentábamos en una mesa, cuatro, cinco o seis adolescentes con las miradas perdidas, algo chisposos, contentos por superar la prueba pero sin saber muy bien adónde nos llevarían todos esos exámenes. Nos sentábamos y pedíamos canciones, como los demás.
Sing us a song, you´re the piano man. Cuando firmábamos las peticiones escritas, con la Creedence o con Eric Clapton, el seudónimo era "los acampados psicodepresivos". Supongo que nos hacía gracia la palabra y tanta gracia nos hizo que al final hemos acabado todos de psiquiatra en psiquiatra.
Los ingleses, que ni entendían nuestro malditismo ni entendían el español, así, en general, nos llamaban "Los psicopatos", quitándonos todo el glamour de un plumazo.
Nos daba igual, eso también tenía gracia. Discotecas y pubs irlandeses. Un montón de nombres femeninos, por supuesto. Mañanas en El Rastro haciendo llamadas perdidas a teléfonos fijos. Una vez estuve a punto de ganarme dos hostias, una vez estuve a punto de darlas yo mismo, encantado. La chica que tocaba los culos nada más entrar a la pista. Todos los culos, el mío incluido. Era el último año, nuestro último año en el Ramiro de Maeztu. Cuando nos dieron las vacaciones, y esto fue antes de la Selectividad, lógicamente, salimos a las calles como si fueran nuestras. Nuestro 15-M adelantado. Yo miraba desde una distancia, como siempre, satisfecho, medio sonriente y también eufórico.
Smells like teen spirit pensaba, viéndoles a todos ahí. Generación del 77.
Luego llegó la realidad y nos pasó por encima. Literalmente. Por cerrar, cerraron hasta el Arpa.