La primera reacción al despertarte es de una cierta vergüenza y a la vez alivio. El sueño recuerda los días en los que tu abuela ya había muerto y tu casa ya no era tu casa sino la de otro y aun así tú entrabas con tus llaves y no encontrabas nada nuevo: los muebles exactamente como estaban, incluso tus viejos libros, tu televisión, tu vídeo, la cama donde dormiste 20 o 25 años, el espejo de la entrada, los cajones del armario... y decidías tentar a la suerte y quedarte ahí una noche más, quizá la última noche, sorprendido de que ahí no apareciera nadie, de que los nuevos dueños no hubieran dejado huella alguna en su asalto al Palacio de Invierno.
Sientes el alivio del fugitivo pero pronto te das cuenta de que eso nunca sucedió, que nunca volviste a la casa, que siempre venciste la tentación de subir los tres pisos y entrar, aprovechando que el cartel de "Se alquila" seguía en la ventana. El temor a encontrarte una casa muerta, encontrarte tu infancia, tu adolescencia, tu juventud muertas y desparramadas por el suelo y quizás el fantasma desubicado de tu propia abuela saliendo y entrando de su habitación ya desierta, cables de antena entrando y saliendo por las ventanas, solo eso, solo eso.
Así que el sueño en realidad recuerda los días en los que
soñabas con entrar de nuevo en tu casa. El alivio recuerda el alivio de saberse a salvo, la cara asustada de tu abuela -muerta, siempre muerta, recuerden- mientras tú le repetías: "No pasa nada, todo va a ir bien, no tienes que hacer nada más aquí, no te preocupes, puedes irte tranquila" y le decías que la querías, porque eso lo sigues haciendo, porque cada semana, aunque ya vaya la cosa para cinco años, tarde o temprano tu abuela aparece en el sueño, vete a saber por qué o en qué contexto, al principio la incredulidad era suya, ahora la incredulidad es tuya: ¿Cómo es posible que tu abuela muriera, en qué momento sucedió, por qué nadie te dijo nada?... tú le dices que la quieres y la sensación, en el sueño, en la vigilia y en la ducha, es de "por si acaso".
Sí, le dices que la quieres "por si acaso", por si es verdad que de alguna manera ella está allí y porque la quieres, claro, porque quizá le dijiste pocas veces que la querías. Estas cosas pasan, especialmente conforme pasan los años y los recuerdos ni siquiera son sueños sino sueños que recuerdan otros sueños, y tiendes a culpabilizarte: podrías haberlo hecho mejor, podrías haberlo hecho mejor. Así que, bueno, se lo dices y la abrazas y te despides de nuevo aunque sabes que esto sí que es absurdo, porque si te despediste de verdad en su momento -no lo recuerdas, esto es triste, pero es verdad: no lo recuerdas, puede que en algún momento entre la Princesa y el Santa Cristina, entre Valencia y San Sebastián, entre la infección y el coma; puede, pero no lo recuerdas- ya no habrá manera de despedirse de nuevo... y si cada una de estas despedidas tiene algún sentido -volvemos al "por si acaso"-, entonces, qué demonios, la semana que viene nos volveremos a ver, eso está claro.