miércoles, marzo 28, 2012

La gloria eterna de Marco Pantani



Era uno de tantos italianos locos, criado a los pechos de Claudio Chiappucci en el mítico Carrera de los 80 y 90. En las carreteras, los tifosi pintaban “Gianni, facci sognare”, pero Gianni, el hierático Bugno, el atormentado Bugno, ese italiano con planta de suizo, solo podía pensar en cuántos Tours más se le escaparían. Era la hora del relevo. Berzin llevaba la “maglia rosa” y Miguel Induráin se retorcía en el Mortirolo y Santa Cristina mientras Marco, el desconocido Marco, volaba camino de Aprica para su primera gran victoria, la que le llevaría al pódium final en aquel Giro del 94, un escalador enjuto, con una coronilla impropia de un veinteañero, las orejas sobresaliendo como un Boris Karloff moderno, bailando sobre la bici y dejando atrás al viejo barbudo del tridente y la capa de diablo.

Empezaba el mito Pantani, confirmado después en el Tour, tercero tras el propio Induráin y el fugaz Piotr Ugrumov, continuado en 1995, otro año espléndido: dos etapas en Francia, incluida Alpe D´Huez, una medalla de bronce en aquel Mundial de Colombia en el que Olano demarró y Miguelón se quedó mirando a Pantani y a Giannetti con un gesto de “el que me cabree, todavía se va calentito a la cama”. Las lesiones de 1996, que no acabaron con él sino que le hicieron más fuerte, más calvo, más kamikaze… En 1997, otras dos etapas del Tour de Ullrich y una nueva plaza en el pódium. ¿Qué hubiera sido del palmarés de Marco si se hubiera tomado medianamente en serio la contrarreloj?

Solo que Marco no pretendía ser serio. Marco pasaba de ser “Il Elefantino” para empezar a ser “Il Pirata”, pañuelo atado a la calva, demarraje improvisado en el primer repecho a la vista. Una especie de Bahamontes transalpino. Marco, en Montecampione, intentando dejar de rueda a Pavel Tonkov, el zar del Mapei, el máximo favorito, el año en el que por fin la general era algo más que un sueño. Marco demarrando y Pavel enganchado a la rueda hasta que de repente se despega diez metros, luego veinte, luego cincuenta y ya la gravedad hace el resto… Pantani hacia su primer Giro, el primero de muchos, apenas 28 años, la mejor edad para un ciclista. Un Giro, además, defendido con uñas y dientes en la última contrarreloj, la que llevaba a Lugano, el paso previo a la coronación en Milán…

Y sin descanso apenas, entre celebración y celebración en Cesenático, de nuevo los Alpes, de nuevo el Tour. Pantani cayéndose y rindiéndose al dominio arrollador del jovencísimo Jan Ullrich hasta que de repente un ataque de rabia le obliga a demarrar en el Galibier, una tarde de perros, la lluvia y la niebla ocultando a los corredores, los comentaristas intentando entender qué demonios estaba pasando ahí, Marcos Serrano tirando de Escartín rumbo a Les Deux Alpes y Marco sumando minutos ante un Ullrich hinchado, descompuesto, el equipo esparcido por las montañas de la frontera suiza.

Pantani, el ídolo del pueblo. Pantani, el hombre espectáculo. Todos soñábamos con manejar una bicicleta como la manejaba él, siempre de pie, siempre moviendo desarrollo, siempre bailando como bailaría después Armstrong, como bailaría Contador… Veíamos una cuesta y nos creíamos Marco y luego el ácido láctico nos ponía en nuestro sitio. Pantani, campeón del Tour 1998. No estaba nada mal para un escalador al que los expertos solo colocaban como animador puntual. Por fin un escalador, el primero desde Perico Delgado en 1988, un nuevo motivo para esquivar la siesta en años de resaca para el ciclismo español.

Y entonces llegó 1999. El año de la consagración definitiva. Ullrich estaba gordo, fuera de forma, la rodilla pagando el sobre-esfuerzo. Pantani eligió el Giro de Italia para exhibirse de nuevo: una etapa, dos etapas, tres etapas, cuatro etapas… Oropa, Gran Sasso, Pampeago, Campiglio… casi diez minutos de ventaja sobre el siempre escondido Ivan Gotti cuando en la penúltima etapa, justo antes de empezar la penúltima etapa, a dos días de la gloria eterna, salta el hematocrito, el maldito hematocrito. ¿Cómo es posible que usara EPO un hombre que iba a ganar el Giro con una ventaja insultante, dispuesto a humillar de nuevo a sus rivales en Aprica, donde hiciera hincar la rodilla a Induráin cinco años atrás?

Y sin embargo, la sanción. Imposible correr con ese hematocrito por encima del 50%. Imposible tomar siquiera la salida: las cámaras buscando la imagen de un Pantani abatido, destrozado, apelando a oscuras conspiraciones como hacen todos los campeones descabalgados. Era el hombre destinado a la doble gloria: a la del triunfo y a la del cariño del público. Pocas veces ambas cosas se conjugan. Pantani era el anti-hombre Tour: delgado, pequeño, poco calculador. Representaba lo que todos buscábamos en un ciclista, representaba lo que todos imaginábamos cuando éramos niños y comprábamos aquellas tiras de fotos de Iñaki Gastón o Peio Ruiz Cabestany para ponerlas en nuestras chapas torcidas.
No pudo ser. El maldito “no pudo ser”.

La UCI no le dejó correr el Tour y enfrentarse con el primer Armstrong así que tuvo que esperar a 2000 para reivindicarse de nuevo: dos etapas de montaña, una de ellas, “cortesía” del americano, en un gesto que Pantani nunca entendió, que le sentó como una patada en el orgullo. Había ganado demasiado como para aceptar regalitos. No era el segundo plato de nadie. Marco contra el poderoso americano, la promesa de una rivalidad que no se produciría jamás: Pantani no volvió a correr el Tour. El calvo de la Mercatone aparecía y desaparecía y aquello era una canción de Kiko Veneno: “En un Mercedes blanco llegó, de lunares el pañuelo”.

La soledad y la rabia. Pantani, a sus 33 años, corrió un último Giro de Italia en 2003 y lo acabó en decimoctava posición. El otro “maldito” del ciclismo mundial, el enorme “ChavaJiménez moría ese año en extrañas circunstancias y la miradas se centraban en Marco, en el niño Marco, sus depresiones, sus conspiraciones, su lucha contra el mundo. Marco en un hotel de Rímini, los pastilleros vacíos por los cajones, el corazón parado, estático, lleno aún de la cocaína que llegaba por las venas. La noticia con retardo y los rumores. No, no fue un suicidio. O quizá, sí. La autodestrucción no entiende de matices.
Pantani fue el ciclista “grunge”, el hombre que debió de haber corrido con camisa de leñador. Era nuestro ídolo, sin más. Nadie aceptó que pudiera ser un tramposo y desde luego él nunca soportó que se le tratara como tal. Era diferente, eso era todo. En la victoria y en la derrota. Un chico triste y solitario, como tantos de nosotros. Ese era su encanto: ser diferente y, a la vez, ser exactamente igual que cualquier aficionado.



Artículo publicado originalmente en la revista JotDown, dentro de la sección "No pudo ser"