Era uno de tantos italianos locos, criado a los pechos de Claudio Chiappucci en el mítico Carrera de los 80 y 90. En las carreteras, los tifosi pintaban “Gianni, facci sognare”, pero Gianni, el hierático Bugno,
el atormentado Bugno, ese italiano con planta de suizo, solo podía
pensar en cuántos Tours más se le escaparían. Era la hora del relevo. Berzin llevaba la “maglia rosa” y Miguel Induráin se retorcía en el Mortirolo
y Santa Cristina mientras Marco, el desconocido Marco, volaba camino de
Aprica para su primera gran victoria, la que le llevaría al pódium
final en aquel Giro del 94, un escalador enjuto, con una coronilla
impropia de un veinteañero, las orejas sobresaliendo como un Boris Karloff moderno, bailando sobre la bici y dejando atrás al viejo barbudo del tridente y la capa de diablo.
Empezaba el mito Pantani, confirmado después en el Tour, tercero tras el propio Induráin y el fugaz Piotr Ugrumov, continuado en 1995, otro año espléndido: dos etapas en Francia, incluida Alpe D´Huez, una medalla de bronce en aquel Mundial de Colombia en el que Olano demarró y Miguelón se quedó mirando a Pantani y a Giannetti
con un gesto de “el que me cabree, todavía se va calentito a la cama”.
Las lesiones de 1996, que no acabaron con él sino que le hicieron más
fuerte, más calvo, más kamikaze… En 1997, otras dos etapas del Tour de Ullrich
y una nueva plaza en el pódium. ¿Qué hubiera sido del palmarés de Marco
si se hubiera tomado medianamente en serio la contrarreloj?
Solo
que Marco no pretendía ser serio. Marco pasaba de ser “Il Elefantino”
para empezar a ser “Il Pirata”, pañuelo atado a la calva, demarraje
improvisado en el primer repecho a la vista. Una especie de Bahamontes transalpino. Marco, en Montecampione, intentando dejar de rueda a Pavel Tonkov,
el zar del Mapei, el máximo favorito, el año en el que por fin la
general era algo más que un sueño. Marco demarrando y Pavel enganchado a
la rueda hasta que de repente se despega diez metros, luego veinte,
luego cincuenta y ya la gravedad hace el resto… Pantani hacia su primer
Giro, el primero de muchos, apenas 28 años, la mejor edad para un
ciclista. Un Giro, además, defendido con uñas y dientes en la última
contrarreloj, la que llevaba a Lugano, el paso previo a la coronación en
Milán…
… Y
sin descanso apenas, entre celebración y celebración en Cesenático, de
nuevo los Alpes, de nuevo el Tour. Pantani cayéndose y rindiéndose al
dominio arrollador del jovencísimo Jan Ullrich hasta que de repente un
ataque de rabia le obliga a demarrar en el Galibier,
una tarde de perros, la lluvia y la niebla ocultando a los corredores,
los comentaristas intentando entender qué demonios estaba pasando ahí, Marcos Serrano tirando de Escartín
rumbo a Les Deux Alpes y Marco sumando minutos ante un Ullrich
hinchado, descompuesto, el equipo esparcido por las montañas de la
frontera suiza.
Pantani,
el ídolo del pueblo. Pantani, el hombre espectáculo. Todos soñábamos
con manejar una bicicleta como la manejaba él, siempre de pie, siempre
moviendo desarrollo, siempre bailando como bailaría después Armstrong, como bailaría Contador…
Veíamos una cuesta y nos creíamos Marco y luego el ácido láctico nos
ponía en nuestro sitio. Pantani, campeón del Tour 1998. No estaba nada
mal para un escalador al que los expertos solo colocaban como animador
puntual. Por fin un escalador, el primero desde Perico Delgado en 1988, un nuevo motivo para esquivar la siesta en años de resaca para el ciclismo español.
Y
entonces llegó 1999. El año de la consagración definitiva. Ullrich
estaba gordo, fuera de forma, la rodilla pagando el sobre-esfuerzo.
Pantani eligió el Giro de Italia para exhibirse de nuevo: una etapa, dos
etapas, tres etapas, cuatro etapas… Oropa, Gran Sasso, Pampeago, Campiglio… casi diez minutos de ventaja sobre el siempre escondido Ivan Gotti
cuando en la penúltima etapa, justo antes de empezar la penúltima
etapa, a dos días de la gloria eterna, salta el hematocrito, el maldito
hematocrito. ¿Cómo es posible que usara EPO un hombre que iba a ganar el
Giro con una ventaja insultante, dispuesto a humillar de nuevo a sus
rivales en Aprica, donde hiciera hincar la rodilla a Induráin cinco años
atrás?
Y
sin embargo, la sanción. Imposible correr con ese hematocrito por
encima del 50%. Imposible tomar siquiera la salida: las cámaras buscando
la imagen de un Pantani abatido, destrozado, apelando a oscuras
conspiraciones como hacen todos los campeones descabalgados. Era el
hombre destinado a la doble gloria: a la del triunfo y a la del cariño
del público. Pocas veces ambas cosas se conjugan. Pantani era el
anti-hombre Tour: delgado, pequeño, poco calculador. Representaba lo que
todos buscábamos en un ciclista, representaba lo que todos imaginábamos
cuando éramos niños y comprábamos aquellas tiras de fotos de Iñaki Gastón o Peio Ruiz Cabestany para ponerlas en nuestras chapas torcidas.
No pudo ser. El maldito “no pudo ser”.
La
UCI no le dejó correr el Tour y enfrentarse con el primer Armstrong así
que tuvo que esperar a 2000 para reivindicarse de nuevo: dos etapas de
montaña, una de ellas, “cortesía” del americano,
en un gesto que Pantani nunca entendió, que le sentó como una patada en
el orgullo. Había ganado demasiado como para aceptar regalitos. No era
el segundo plato de nadie. Marco contra el poderoso americano, la
promesa de una rivalidad que no se produciría jamás: Pantani no volvió a
correr el Tour. El calvo de la Mercatone aparecía y desaparecía y
aquello era una canción de Kiko Veneno: “En un Mercedes blanco llegó, de lunares el pañuelo”.
La
soledad y la rabia. Pantani, a sus 33 años, corrió un último Giro de
Italia en 2003 y lo acabó en decimoctava posición. El otro “maldito” del
ciclismo mundial, el enorme “Chava” Jiménez
moría ese año en extrañas circunstancias y la miradas se centraban en
Marco, en el niño Marco, sus depresiones, sus conspiraciones, su lucha
contra el mundo. Marco en un hotel de Rímini, los pastilleros vacíos por
los cajones, el corazón parado, estático, lleno aún de la cocaína que
llegaba por las venas. La noticia con retardo y los rumores. No, no fue
un suicidio. O quizá, sí. La autodestrucción no entiende de matices.
Pantani
fue el ciclista “grunge”, el hombre que debió de haber corrido con
camisa de leñador. Era nuestro ídolo, sin más. Nadie aceptó que pudiera
ser un tramposo y desde luego él nunca soportó que se le tratara como
tal. Era diferente, eso era todo. En la victoria y en la derrota. Un
chico triste y solitario, como tantos de nosotros. Ese era su encanto:
ser diferente y, a la vez, ser exactamente igual que cualquier
aficionado.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown, dentro de la sección "No pudo ser"