jueves, junio 23, 2011

Autorretrato del artista con Chica Langosta de fondo


La Chica Langosta y yo discutimos en cuatro países diferentes, lo que hizo que las agencias de rating bajaran el nivel de confianza de nuestra relación a niveles griegos. Si hubiéramos hecho más viajes, estoy convencido de que nos habríamos enredado en más discusiones. Teníamos esa clase de relación en la que yo le pedía fotos de cuando era aún más joven y no nos conocíamos y ella, pese a las evidencias, no me trataba como un acosador.

“Stalker”, lo llaman ahora.

Precisamente, nuestra primera discusión debió de ser en Atenas. Permítanme que no la recuerde con exactitud pero pasaba los días envuelto en una enorme resaca de los excesos de la noche anterior. Un auténtico círculo vicioso, en sentido estricto. El resumen de aquel viaje adolescente está en una foto de la Acrópolis en la que se me ve a mí tumbado encima de una piedra durmiendo la mona, el día en que la selección sub 21 se acercó a pasear por la zona y las chicas asaltaron cual groupies a Julen Guerrero.

Calculen en un momento mi edad, es terrible.

Yo me eché algo parecido a una novia de siete días y ella se echó un novio de algo más tiempo, pero en cualquier caso los dos acabamos nuestras relaciones y volvimos a enfrentarnos cara a cara, tanteándonos, como si cada uno se pudiera adelantar a los movimientos del otro.

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquél en cuyo amor desfallecía la Chica Langosta. Eso no quiere decir que no lo intentara a conciencia, ya lo he dicho: lo intenté en Madrid, como era lógico, esperándola en las paradas de metro para hacer transbordo juntos a República Argentina; lo intenté en Grecia cuando conseguía enfocar la mirada; lo intenté en Londres, aquel día que caminamos juntos rodeando Hyde Park, inconvenientes de una ciudad desconocida, buscando un hotel en el que al final solo me quedaría yo: habitación abuhardillada, mínima, asfixiante, sin baño… donde podía leer a Carver y a Ellis y bajarme a Kensington Gardens para escribir un rato.

Lo reconozco: fui un adolescente insoportable.

Lo intenté, supongo, incluso en Francia. Toulouse, para ser más exactos, que es una ciudad muy poco francesa porque todas las ciudades universitarias, al menos las europeas, tienen un aire de familia que va más allá de las banderas. Cogí un avión en plena Semana Santa desoyendo los consejos de mi novia de entonces -mi “novia de los 90”, como le llamaba la última chica que me fascinó de verdad antes de huir a Bremen- y me planté sin más en Le Mirail.

Dormimos juntos una noche, o al menos ella durmió, yo no pegué ojo como buen pagafantas, y luego pasamos cuatro días visitando fiestas Erasmus con su novio, hasta que la frustración fue excesiva y nos gritamos un par de cosas –falso, la Chica Langosta nunca gritaba, tenía un punto de elegancia incluso en la discusión- que hicieron que pasáramos dos años sin vernos. Cuando nos reconciliamos me dijo: “Parecíamos novios”, pero sin ninguna nostalgia, casi como un reproche. Después se volvió a ir, a Iowa City, y yo le mandaba cada día un email con el nombre de una canción.

De todo aquello aprendí que no hay que perseguir a nadie más allá de donde te ponga esa persona la frontera y algunas fronteras son a menudo sorprendentemente cercanas y en otras ocasiones absurdamente lejanas. Es una pena porque perseguir es algo que sale en las películas y que resulta bonito, pero al final es tremendamente agotador y poco práctico en la vida real.

Después de algunos tumbos, la Chica Langosta se estableció en Bruselas, para trabajar en temas relacionados con la Unión Europea y la industria farmacéutica. Nunca volvió. Hizo una parada de dos años en Barcelona y llegamos a vernos una tarde en La Central.

Pero, en rigor, no, nunca volvió.