sábado, enero 24, 2009

Rafa Pons insiste



Cinco minutos después del final del concierto, Rafa Pons baja las escaleras del camerino, aún sudoroso, y empieza a saludar a la gente que está ahí esperando. Sería un día como otro cualquiera si Rafa no presentara disco. Quiero decir, tendría un grupo de gente -principalmente chicas- con ganas de charlar y hacerse una foto, pero eso no le retrasaría más de cinco-diez minutos. Sin embargo, hoy hay disco y hay compradores y hay firmas y poco a poco se empieza a montar una cola algo monstruosa de gente con el CD en la mano -algunos, incluso, dos- y un cierto aire a pescadería, a "¿quién es el último?".

Ha sido un buen concierto. Yo tengo criterios algo desunificados, podría ser árbitro de fútbol perfectamente. De hecho, muchas veces me siento como un árbitro de fútbol, pero eso no viene a cuenta ahora. El caso es que Luis Ramiro me gusta más en Galileo y Rafa Pons me gusta más en el Búho Real. Más íntimo y más intenso. Más gamberro. No sé si Galileo es un buen sitio para cantar "Malaputa". A mí no me convence. Como siempre, voy y vengo: de la mesa en segunda fila al escalón de la izquierda con Pancho a la barra con Irene, Pechi y Álex.

La voz no funcionaba, además. Problema de sonido, probablemente. Quedaba un poco engullida por el resto de la banda, especialmente al principio. Las canciones estaban allí: brillantes, con esas letras maravillosas pero la voz llegaba con dificultad. Se intuía, más bien. No es que importara, dejemos esto claro. Ha llegado un punto en el que la comunión entre Rafa y su público es tal que podría salir ahí, saludar, no cantar nada y aun así la gente enloquecería y haría el concierto con él.

En un momento dado hubo unas 15 personas sobre el escenario bailando, como si nadie quisiera perdérselo.

Había en torno a este concierto un claro aire de excepcionalidad, de momento único. Lo hay en todas las presentaciones, de acuerdo, pero aquí, además, flotaba la sensación de estar ante algo grande: el primer disco de Rafa fue un desperdicio y siento decirlo. Nunca tanto talento había sonado tan mal. Los conciertos, sin embargo, son otra cosa, y la gente esperaba esta relación disco-concierto con ansias y entusiasmo. Muchísimo entusiasmo.

Por supuesto, los músicos no eran ajenos a la atmósfera. Rafa estaba exultante. Reservó su "Voy persiguiendo a la luna, me cago en tu padre, no tengo ninguna razón para odiarte pero simplemente me acuerdo de ti" -la canción se llama así, y es un título tan universal que es imposible no cantarlo a gritos, suene el día que suene- para el final y se descontroló. Prolongó la canción cinco minutos, puede que más, descoordinó las intervenciones de Berenger y Noriega y acabó, él mismo, saltando entre las mesas con la gente, todos puestos en pie, cerca de la locura.

Lo confieso: me alegré por él. A veces, en el Búho, Rafa parece contenido y calculador, como si siempre supiera qué teclas exactas tocar. Aquí, no. No al final, al menos. Al final, Rafa estaba desbordado y el público estaba desbordado y los problemas de sonido no le importaban absolutamente a nadie. Rafa Pons insiste y tiene toda la lógica que lo haga.

Si yo fuera Arcadi Espada -o Martin Amis, últimamente siento unas ganas exageradas aunque creo que razonables de ser Martin Amis- probablemente me fijaría en algo más que en esto, algo tan obvio: la típica comunión artista-público tantas veces mencionada en mil artículos sobre conciertos, los saltos de Rafa, el sudor ya frío cuando 30 minutos después -y esto no es una aproximación- sigue firmando discos y sonriendo. 30 minutos sonriendo y pasando frío. Sin poder abrazar a la gente de su banda. Su gente. Su manager Rubén, su mujer, el largo etcétera.

La cola ya no es monstruosa, pero es. Muchos de los que salen llevan camisetas negras con eslogans rafaponsianos. Rubén y yo hablábamos sobre la viabilidad de gastarse 30 euros en dos Noches Sabineras -estén atentos a la programación de Galileo de febrero y sabrán de lo que les hablo- pero aquí hay gente dispuesta a comprar el pack entrada-disco-camiseta como si saliera de un concierto de Depeche Mode. Y eso, seguro, son más de 30 euros o son al menos 30 euros en el mejor de los casos.

El sudor se enfría en la cara de Rafa mientras firma el último autógrafo, la última dedicatoria: dedicar es un coñázo y eso lo digo yo. El número de ideas ingeniosas que a uno se le ocurren sobre su propia obra es muy limitado. Por suerte, a veces te dicen lo que tienes que escribir y tú vas y lo escribes. La última foto. 45 minutos después, Rafa consigue bajar el último escalón y pedirse una copa. Un tipo muy parecido al protagonista de "Contigo no, bicho" -incluso habla igual- anda por ahí y la gente le trata como si le conociera. Cómico, debe de ser.

Hablamos de post-conciertos pero no nos ponemos de acuerdo. Da igual. Lo importante era lo de antes. El único post-concierto que recuerdo con Rafa fue en Zaragoza y acabamos en un sitio absolutamente agobiante. Creo que ninguno de los dos lo disfrutamos. Rubén habla con él para hacer cuentas. Los camareros recomponen todo: hay otro pase ahora, a la 1,30. Pancho dijo, en un momento dado: "Me gustaría comprar Galileo". Pues sí, mucho mejor que Kaká, desde luego. Debe de ser un gustazo estar ahí, cada noche, y contagiarse de tanto entusiasmo. A veces, incluso, en doble sesión.

Foto robada vilmente del blog de Víctor Alfaro, y atribuídas a María, cosa que no dudo, por supuesto.