Miguel Gila metía a menudo el siguiente gag en sus monólogos. Abría un periódico cualquiera y leía la noticia: "En Nueva York muere un hombre atropellado cada tres minutos", se quitaba la boina, pensaba y al final concluía: "Anda que... también... pobre hombre".
Con los relatos de Raymond Carver sucede algo parecido. No es sólo la repetición del sufrimiento y el dolor y la nostalgia y el desgarro vivido desde la anécdota de la casa adosada con jardín, del dormitorio insomne. Es la sensación de que cada personaje protagonista es siempre el mismo personaje protagonista: mismo tono, misma distancia, mismos remordimientos, misma neurosis.
"Tres rosas amarillas" es un libro insólito en determinados sentidos. Por ejemplo, el título. Es el mismo que el del último de los relatos y en realidad ese relato, según todos los académicos, no debería estar ahí: es la recreación de los últimos días de Anton Chejov en un balneario alemán, muriéndose de tuberculosis. Dicen los cánones que los libros de relatos tienen que formar una unidad y si esa unidad se rompe por algún lado en "Tres rosas amarillas" es precisamente por el final.
A mí, lo de los cánones me parece una chorrada y yo creo que los libros de relatos, cuanto menos unitarios, mejor, para eso están las novelas.
En cualquier caso, hasta llegar allí, el libro es una sucesión de matrimonios fracasados y matrimonios a punto de fracasar. Scott Fitzgerald dijo que las vidas americanas no tenían segundo acto y aquí estamos ante una sucesión de segundos actos, con la madurez e incluso la muerte como telón de fondo: el libro se publicó el mismo año del fallecimiento del autor en 1988. Todos los personajes de los relatos de Carver tienen un ex marido o una ex mujer y en la mayoría de los casos, los/las siguen queriendo. Como se quiere el recuerdo de uno mismo cuando fue joven. La nostalgia de las fotos de las nocheviejas pasadas.
Casi todos ellos han rehecho su vida. Es una manera de hablar. Las vidas de los personajes de Carver, por supuesto, está de todo menos hecha, más bien zurcida, como mucho. A trozos que se pueden soltar en cualquier momento. Y se sueltan. ¿Cómo? Con anécdotas. De repente, sucede algo que hace pensar. Ese "algo", por supuesto, es banal. Los relatos de Carver no son de una imaginación prodigiosa, son de una
narración prodigiosa, pero si destacan por algo es por su normalidad, por su mediocridad.
Incluso los títulos. Para Carver, basta con meter a un hombre y una mujer en un dormitorio para tener un relato de 25 páginas, de repente el hombre baja a la cocina, hierve un huevo y la cáscara se va despegando y entonces decide acabar con todo o se da cuenta de que, con él o sin él, todo está acabado. Luego, el autor titula: "La cáscara se va despegando" y se queda tan ancho. Nadie titula como los estadounidenses porque nadie tiene tanta falta de pudor a la hora de hacerlo. Uno se encuentra con cosas como "¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (Would you please be quiet, please?)" y se sorprende del valor de elegir un título así.
Y luego intenta imitarlo, por supuesto.
Hay escritores que te invitan a escribir. Eso no sé si es bueno o es malo. Hay escritores que te deprimen, como Cortázar, o Calvino, por citar a dos que a mí me deprimen muchísimo -quizás Fresán esté en esa lista- porque sabes que nunca llegarás a su dominio del estilo, de la sintaxis, de la imaginación... sin embargo Carver me empuja siempre hacia el ordenador. Leo la mediocridad y me veo obligado a re-escribirla. Desde que leyera "¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?" con su portada azul de Anagrama en una habitación abuhardillada de un hotel de Londres (verano de 1996).
Ya digo, no sé si eso es bueno.
Supongo que a él le daría igual. Y a sus personajes, ni te digo.