lunes, noviembre 03, 2014

Plegarias atendidas



Cuando Truman Capote publicó los primeros capítulos de "Answered Prayers" en la revista Esquire, la alta sociedad con la que se codeaba reaccionó exactamente como se espera de una alta sociedad: le hicieron el vacío, le negaron más invitaciones y fingieron que aquel hombre tan gracioso nunca había existido. "Answered Prayers" iba a ser un "roman-a-clef" algo pretencioso, un "quién es quién" de la América de los 60 y 70, pero Capote no llegó a acabarlo nunca porque una crisis nerviosa le pilló por el camino y ya no consiguió reponerse. El hombre que bailaba con Marilyn Monroe, compartía confidencias con Jacqueline Kennedy y era íntimo amigo de los Rockefeller caía de repente en desgracia y tenía que recluirse en su chalet, repudiado y alejado del mundo que le había dado la vida durante tantos años.

En las conversaciones con Lawrence Grobel, que no son tan íntimas como el autor menciona en el título de su libro, Capote hace repaso de todo aquel escándalo con una tremenda desazón. Es 1984 y está a punto de morir. En las charlas se percibe la enfermedad y el deterioro. En ese sentido, es un libro incluso cruel: el buitre Grobel obligando a aquel hombre casi moribundo a tomarse algo con él en una cafetería y hostigándole con preguntas sobre Norman Mailer. Recordando todo el revuelo provocado por los extractos de Esquire -Capote afirmaba seguir trabajando en el libro, aunque hacía años que no escribía una línea-, el escritor se lamentaba: "¿Con quién creían que estaban pasando el tiempo, con un bufón de palacio? Pues no, estaban con un escritor".

Algo parecido, supongo, estará pensando Pedro J. Ramírez estos días.

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Encuentro una carta de la Chica Langosta. Ni siquiera la busco, la encuentro, y eso es algo extraño porque a mí las cosas rara vez me pasan sin un cierto empeño anterior. Es una carta escrita desde Francia, aunque no Toulouse. Está pasando unos días de canguro con una familia y cuando tiene tiempo libre coge la bici y se va a dar una vuelta por el campo, rodeada de vacas. Su vida tal y como la conocerá después acaba de empezar y está un poco asustada. Tan asustada que se permite confidencias y complicidad. A la Chica Langosta la recuerdo por muchas cosas, empezando, y ya lo he dicho varias veces, por su valentía. Sin embargo, nunca he tenido la complicidad como uno de sus puntos fuertes.

Probablemente aquel verano fuera distinto. 1998. Veníamos de un intenso año en un grupo de discusión filosófica que organizó Mabel y nos juntó a distintos filósofos, periodistas y politólogos alrededor de libros de Ortega y Gasset y Marcuse. Ahí solo faltaban Juan Carlos Monedero y Bertín Osborne. Cuando se fue definitivamente a Toulouse, ya en septiembre, fui a acompañarla al aeropuerto. El vuelo salía por la mañana, muy temprano y ella estaba sola, nadie más había ido a despedirla. El día anterior habíamos celebrado una pequeña fiesta en su honor y yo había acabado durmiendo de madrugada en casa de mi madre.

El caso es que la Chica Langosta iba con su maleta, completamente desvalida, y con un inicio de angustia. Tomamos un café, dijimos alguna tontería y antes de pasar el control de pasaportes, apurando hasta el último minuto, me abrazó apretándome todo lo fuerte que pudo, como se abraza a alguien a quien se quiere mucho o a quien, como poco, se va a echar mucho de menos.

Si lo pienso con cierta ternura, lo nuestro fue como el poema 20 de Neruda pero en una versión muy reducida. Algo así como el tráiler.

Yo puedo olvidar muchas cosas pero nunca a los que me abrazaron como si me fueran a echar mucho de menos. De hecho, nunca pierdo la ilusión de que sea verdad y, de alguna manera, me sigan echando en falta como yo a ellos.

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Me reúno con Pedro Robles y Mariano de Pablos en Las Rozas. Es una tarde lluviosa y el VIPS está lleno de niños que, tres días después, siguen celebrando Halloween. Estamos hablando para un libro sobre el Estudiantes y lo curioso es que a esa misma hora el Estudiantes está jugando en casa, sin que ninguno nos hayamos planteado ir al partido. Eso es significativo. De vez en cuando miramos los móviles para actualizar resultados y nos alegramos porque nuestro equipo ha ganado. Al  llegar a casa, miro las estadísticas y veo que los canteranos del Estudiantes han sumado poco más de 23 minutos de juego. No solo es una miseria sino que los canteranos del Estudiantes que jugaban en el equipo contrario han llegado a los 50.

Inmediatamente, entiendo qué hacíamos los tres, nostálgicos pero desvinculados, en un VIPS de Heron City a la hora del partido. Tiene toda la lógica del mundo, ¿no les parece?