sábado, noviembre 01, 2014

Relatos salvajes



A mí de Halloween me puede molestar el exceso pero como fiesta no me supone ninguna novedad: mi primer colegio fue americano, el Hill House Montessori School y allá por principios de los 80 celebrábamos cada 31 de octubre con una naturalidad nativa. No sé si me disfrazaba mucho o poco, si me pintaba la cara o solamente llevaba una capa negra, pero recuerdo la celebración porque recuerdo el ridículo que sentía: la gente mirándonos por la calle, riéndose, no entendiendo nada de todo aquello.

Ahora hemos pasado al opuesto extremo y muchos se escandalizan. Todo escándalo tiene algo de cansino y moralista, aunque sí reconozco que año tras año vivimos una escalada de horterismo preocupante. Por ejemplo, que los niños se disfracen y jueguen y pidan caramelos me parece bien. Como me parece bien que beban Coca-Cola y no Mirindas si no quieren. Otra cosa es toda la parafernalia comercial que se mueve alrededor y aquí la cuestión es meramente estética: resulta agotador ver bares, camareros, tiendas, repartidores... todos ellos con sus dientes postizos y su cara pálida y tenebrosa para la ocasión.

Más aún: me repugna cuando intuyo que ese disfraz, ese maquillaje, no tienen nada de voluntario y entonces me acuerdo de Javi López Menacho y su magnífico "Yo, precario" y la cantidad de humillaciones por las que tiene que pasar un trabajador simplemente para intentar trabajar, normalmente a cambio de un sueldo miserable. Por ejemplo, en el Ideal, las taquilleras, la chica de las palomitas, los que cortan las entradas... todos estaban disfrazados y alguno con un gesto de "hasta aquí hemos llegado" que me resultó muy comprensible. Yo soy de los que si me piden que me disfrace en un trabajo, dejo el trabajo. Steve Jobs ante el espejo de la mañana. Ya hemos dicho en cualquier caso que yo soy un tipo algo excesivo.

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La Fiesta del Cine es un éxito de público y todo el mundo coincide: "La gente no va al cine porque es muy caro". Nos ha jodido, es que ese es el problema, que es muy caro. No sé si tan caro como 10 euros la entrada, pero es caro de cojones: paga a un equipo de veinte o treinta personas durante veinte o treinta días de rodaje, contrata un estudio de post-producción, técnicos de sonido, técnicos de imagen, pasa el resultado a un formato que se pueda proyectar, sea película o digital, y dale su parte al distribuidor y al dueño del cine, que, vaya, también quieren vivir de esto.

Hay un argumento circular en todas esas defensas del "cine barato" y es que intentando defenderlo -lo que vienen a decir es que las películas son buenas, el problema es el dinero- se cae en una argumentación extraña: reconozco que el trabajo es bueno, reconozco que para que sea bueno requiere unos gastos... pero solo estoy dispuesto a pagarlo por debajo de lo que realmente vale. Es como cuando entramos en El Corte Inglés y las amables promotoras nos regalan muestras de sus perfumes y colonias. La idea es que si nos gustan las compremos después. En el cine, a lo que se ve, no: la gente va a un precio ridículo, casi invitados, les gusta lo que ven y salen refunfuñando porque hasta dentro de dos meses no les van a volver a invitar.

Sé que no es una postura muy popular y sé que a veces los precios se inflan y habría que moderarlos, pero hacer pensar que 2,95 euros es un precio de futuro es engañar a la gente y enfadarlos aún más cuando los precios vuelven a su normalidad. Como reclamo, bien. Como modelo, insostenible.

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Por cierto, estuve viendo "Relatos salvajes", una película que empieza por todo lo alto con el sketch de Pasternak y va decayendo poco a poco, dando la sensación de que las actuaciones están muy por encima de las historias, algo previsibles. Bien Darío Grandinetti, muy bien Leonardo Sbaraglia y enorme Ricardo Darín, que mejora cuanto más se sale de su estereotipo y que, no sé por qué, cada vez me recuerda más físicamente a Jordi Évole. Es una especie de cara B de lo que hacía Sorin con sus "Historias Mínimas", torta incluida, y la idea me gusta porque el cine argentino no se puede quedar anclado en esa autocompasión nostálgica de personajes leales, fieles y al final traicionados.

Tampoco lo llamaría "cine de género" porque para mí eso es otra cosa. Simplemente, son historias de gente al límite con reacciones al límite, más o menos verosímiles. Ya digo, para el cine argentino es una bendición todo lo que le aleje del cliché. Seguro que los Subiela, Aristaráin y compañía fueron necesarios -no incluyo a Sorin porque él estaba a lo suyo, en la Patagonia, sin necesidad de revisiones-. Seguro que la mezcla del compromiso con lo romántico, incluso el suspense, de Campanella también fue un paso adelante. Lo siguiente será variar el menú, como sucedió en España hace unos veinte años, cuando el estereotipo pasó de la pantalla a la butaca y la queja constante y falsa: "Es que solo se hacen películas de la Guerra Civil".

Y muy caras, además.

El cine español y su público tienen un problema de desconfianza muy grave que parece que se va resolviendo: en la industria ha abundado la opinión de que sus espectadores no estaban a la altura, echándoles en cara todo el rato que no fueran franceses, y a su vez muchos espectadores han mostrado un cierto desprecio hacia todo lo que se hiciera aquí, a menudo por razones que no tienen nada de artísticas. Habrá que conformarse a vivir como en cualquier negocio: a veces, me compran el producto; a veces, no. Y si no me lo compran, me busco la vida o lo dejo, pero sin escándalos, por favor.