martes, noviembre 25, 2014

Católicos y cristianos


A eso de las 9,30 un grupo espera a la puerta de la iglesia que queda en Delicias justo a la entrada del Museo del Ferrocarril. No hace falta ser el tío más clasista del mundo para darse cuenta de que son pobres, probablemente sin hogar, y están esperando la primera comida del día en la parroquia. Alguien que salga y reparta algo de fruta, quizá. A esa misma hora, los periódicos y las televisiones se llenan de lógica indignación por los casos de pederastia protagonizados por un grupo de curas, sentenciados al final por el propio papa Francisco.

Yo no fui bautizado. Estamos hablando de finales de los 70, cuando no era lo habitual. En el colegio no daba religión y la cosa era tan extraña que no tenían preparadas ni las correspondientes clases de ética: simplemente, cuando había clase, nos sacaban con unas sillas al pasillo, como si estuviéramos castigados, o nos metían en otro aula, con otro grupo, a hacer los deberes que tuviéramos pendientes. Con los años, conseguimos permiso para irnos a tomar una Coca-Cola al McDonald´s de enfrente.

Desde esa distancia, la iglesia se ve como un monstruo de demasiadas cabezas. Como si el catolicismo estuviera permanentemente luchando con el cristianismo. El orden, la jerarquía, la ostentación, la apariencia, el perverso sentido de "familia" que oculta todo frente a los originarios valores de austeridad, sacrificio, humanidad, compasión, caridad... Por ejemplo, de nuevo, el papa Francisco, que va a la Unión Europea y acaba aplaudido por Pablo Iglesias para escándalo de propios y ajenos. El papa Francisco, un personaje atípico: sin renunciar a lo mejor del catolicismo pregona lo mejor del cristianismo. En ese sentido, es un filón.

A menudo se ha dicho que el marxismo aspiraba en el fondo a convertirse en una religión, en su particular opio del pueblo, aunque fuera a la fuerza. En España no creo que haya habido pugna alguna en ese sentido: los marxistas, la izquierda en el sentido más radical de la palabra, ha sido casi siempre una prolongación, voluntaria o no, del cristianismo.

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Yolanda me escribe contenta porque su hijo Lucas está intentando cumplir sus sueños en Idaho. No nos conocemos mucho, pero acaba su email con un esperanzador "Todos deberíamos intentar cumplir nuestros sueños, ¿no?". Yo, desde luego, le pongo todo el empeño, pero para eso, antes, necesito muchas cosas: que me contesten los emails, que la respuesta sea afirmativa y que la afirmación conlleve un encargo más o menos bien pagado. Sin euros no hay paraíso. Mientras tanto, paseos y paseos por el barrio de Prosperidad y aledaños negociando con propietarios e inmobiliarias un piso que siempre que nos acercamos demasiado acaba volando al momento.

Mi sueño de momento empieza así: una casa nueva, mi hijo por fin con su cuarto y su espacio, mi mujer sin tener que hablar con diez propietarios al día y yo esquivando los ataques de ansiedad, de rabia y de llanto que me entran de vez en cuando. Esta parte pasará, luego queda la más complicada, la fase REM de esta historia: pagar el piso con un sueldo holgado. En esa parte es en la que confío que Yolanda me ayude.

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Por cierto, Idaho. Estuve allí hace cinco años y en su momento me pareció un error pero ahora veo que tuvo sentido: no mucha gente puede decir que pasó una noche en Boise y otra en Blackfoot, que pisó el monumento nacional de los cráteres de la luna, esa especie de Lanzarote en miniatura, o que acabó comiendo en una taberna vasca después de ver "Inglorious Bastards" en un multicine al lado del ayuntamiento.

De aquel viaje enloquecido entre Nueva York y Seattle, con el Ford Festiva amarillo del 90 que conducía todo el día Inés, quedó constancia escrita en su momento por mi penoso afán de llevar las cuentas de cada minuto. Hacer historia. Complejo de Julio César en las Galias. La verdad es que fue la hostia. Estados Unidos, con todo lo que quieran, es la hostia. Los bosques de Minnesota y Pennsylvania, el río Missisipi, los vaqueros que pasean por Wyoming aún en sus caballos, los bisontes de Yellowstone, los enormes montes que rodean al lago de Grand Teton, los desiertos de Badlands y por supuesto la decadencia de los moteles a las afueras de Portland o Seattle.

El Monte Rushmore. La Montaña del Diablo. 

Viajar por Estados Unidos de esa manera tan suicida, tan "born to be wild", es algo que probablemente solo se pueda hacer una vez en la vida porque es una película sin secuela, pero mereció la pena contra todo pronóstico: estaba enfermo y agotado y cuando llegué a Nueva York la idea de pisar Ohio me daba pánico. "Al final todo irá bien y si no va bien no es el final", me dijo Amy y a mí me pareció la frase más genial del mundo. Años después, la escuché en una película, tal cual, en inglés, y el efecto en el protagonista fue más o menos el mismo.