La vida del poeta barcelonés Jaime Gil de Biedma da para artículos, libros y películas. Es complicado aunar en un solo personaje tanta decadencia: la familia catalana venida a menos dentro de un siglo que ya no les pertenece, los negocios de la Tabacalera -en la película se dice continuamente "Tabacos", pero por lo que recuerdo el propio poeta en su diario llamaba a la empresa con nombre y apellidos- en una antigua colonia llena de adolescentes que venden su cuerpo por dinero a los ricachones de ultramar.
La decadencia de la homosexualidad, también, por qué no decirlo. La decadencia del homosexual de discoteca de madrugada, señores con traje y efebos gitanos, el dinero como medida de todas las mamadas. La vergüenza. Una homosexualidad estética, en ocasiones, la de Jaime Gil de Biedma. Una sexualidad, en definitiva, que tapa la enésima decadencia: la decadencia del cuerpo, la ausencia de juventud, el miedo a la muerte...
Entre tantas decadencias, la película "El cónsul de Sodoma" consigue captar solo retazos. De entrada, la puesta en escena es muy discutible, con demasiados personajes y un manierismo excesivo a la hora de elegir planos y diálogos. Gil de Biedma está tan estupendo todo el rato, tan irónico, tan brillante es tan maravilloso que llega a resultar increíble. Se abusa del sexo, por supuesto. Eso puede parecer consecuente, porque si Biedma abusaba del sexo en vida, ¿por qué no reflejar ese abuso en sus consiguientes biografías?
El problema del sexo como la comida es que al espectador se le hace repetitivo. Al sexto pene y cuarta vagina uno empieza a mirar el reloj. Hacer una biografía de William Burroughs tiene que ser algo más que ver al escritor sirviéndose un vaso de whisky tras otro y llevándoselos a la boca. Por supuesto, Gil de Biedma follaba. Follaba mucho. También recitaba maravillosamente. Hacer una película en la que Jordi Mollá se pasa más de tres cuartos follando o recitando resulta tedioso.
Puede que haya un gusto por el escándalo, pero vivimos en la época del porno gonzo y la Taquilla XY. Nos escandalizamos con mucha dificultad, pero nos aburrimos muy pronto.
Las claves internas despistan. Se supone que junto al retrato de Gil de Biedma hay un retrato de la "gauche divine" barcelonesa de los 60. Los personajes se llaman "Manolo" o "Carlos" o "Joan" y tenemos que saber demasiadas cosas para reconocerlos. Mucho abarcar y apretar poco. Uno de los aciertos de la película, eso sí, es constatar su gusto estético por el comunismo, más allá de las convicciones ideológicas. Ser comunista era ser diferente. Era divino. Hasta que descubre que "comunismo" y "homosexualidad" no son compatibles para el propio partido. A veces enfrentamos fantasmas y resulta que son los vivos los que están destrozando la casa.
Por último, hay cosas que se cuentan mal y eso es intolerable. Cualquiera que haya leído "Retrato del artista en 1956" sabe que sus prácticas sexuales en Filipinas eran a los ojos de hoy muy discutibles. Digamos que acostarse con chicos de 13 años a cambio de dinero no es algo que se pueda decir hoy muy alto, así que el director decide no decirlo. Hombre, hombre. Si uno es un adicto al sexo y es un putero pues se cuenta y punto.
Hay algo de hagiografía molesta en "El cónsul de Sodoma", como sucede con todas las hagiografías. Lo realmente interesante de la vida de Gil de Biedma era precisamente ese frenesí estético, autodestructivo, terriblemente
demodé: pañuelo y reloj de oro. Caprichos de niño rico. Insatisfacción constante. La película muestra algunas de esas cosas y oculta otras. Saca personajes de la chistera todo el rato para crear tramas que corta inmediatamente. El montaje es muy discutible y los actores están recortados. Una frase y a otro plano, así es imposible.
Jordi Mollá lo intenta, pero parece contenidamente sobreactuado. Que aparezca en todos y cada uno de los planos de la película y su personaje sea linealmente encantador no ayuda.