Fuera del amor y el realismo, en literatura y cine al menos, sólo hay dioses y monstruos. Cuando uno se acerca al primer libro de Matías Candeira, avisado de lo que no contiene -es decir, amor y realismo,o, más bien, amor
realista- obviamente, lo hace con una cierta desconfianza, un cierto temor. ¿Qué va a salir de allí adentro?
Bien, lo que sale, de inmediato, es una prosa brillante y fluida. Una prosa que no entiende de temas ni circunstancias. Lo que está bien escrito está bien escrito hable de parejas en los parques o de muñecos de ventrílocuo. Los personajes están bien construidos sean jóvenes enamorados o sean viejos habitantes de un inmueble tenebroso. Y el libro de Matías está magníficamente bien escrito. Olvídense de la edad -24 años- y la precocidad: estamos ante un escritor de primera, que sabe manejar los recursos a su alcance, que cuenta lo que quiere y que encuentra siempre las palabras, las frases exactas.
Llegó el momento -duro- de aceptar la genialidad como algo ajeno.
Y es que "La soledad de los ventrílocuos" es un libro por momentos genial. Algo infrecuente en estos tiempos. Sus cinco primeros relatos son de altísima literatura. A mí me recuerdan a Kafka, pero esto crea malentendidos: no me recuerda al Kafka-escarabajo, sino al Kafka-currito que tenía dos pelotas botando a sus espaldas de mañana a noche y tenía que vivir con ellas con una total normalidad. El Kafka-cuentista, en definitiva. En Candeira, sucede algo parecido: lo absurdo, lo surreal se acepta de inmediato como parte del universo del libro.
Uno escucha hablar sobre relatos con bombardeos de flores, neveras moribundas o mujeres con agujeros de donde sale música de bolero y se echa a temblar. Suena demencial. Sin embargo, lo lee y lo acepta. Lo lee en Matías, me refiero, y lo acepta. No sólo lo acepta, lo festeja. Se queda con la boca abierta: ¿Cómo ha podido contar esto así? Pues ha podido.
Por supuesto, el libro tiene altos y bajos. Le sucede a todo el mundo y el género del relato se presta especialmente a ello. Las influencias son variadas, pero no reconocibles de manera inmediata: supongo que Monzó está ahí sobrevolando todo el rato, pero Matías confiesa no conocer lo suficiente a Kafka, así que eso lo pone el lector, igual que pone a Poe, de alguna manera, o incluso a un Chejov pasado por Barthelme, si eso fuera posible.
A todo el mundo le encanta "Cuando se muere la nevera", sin duda el más monziano de todos. A mí me gusta, sin más. Los que me encantan son "Flores, señor" -recomiendo al autor la lectura de "En la colonia penitenciaria"-, "La soledad de los ventrílocuos", "Al final de Sara" -este último, prodigioso- y la sorpresa final de "El hombre en un barreño", que es una especie de relato carveriano -hay jardines, matrimonios que funcionan mal, vecinos excéntricos...- pero desde una óptica nueva que lo hace sorprendente.
Eso es otro de los aciertos de Matías: resultar sorprendente sin caer en efectismos. Venga, admitámoslo, todos estamos hartos de efectismos y hasta cierto punto la literatura tiene problemas para sobrevivir sin ellos. Pasa como con los adjetivos. En "La soledad de los ventrílocuos" no hay frases fáciles ni concesiones al lector. A veces, incluso se agradecerían. Es un libro cruel en ese sentido, que te lleva de la diversión a la desesperación pero siempre desde el puesto de mando.
Aquí hay un pedazo de escritor. Uno se pregunta cómo es posible que el libro pasara dos años por las narices de los editores hasta que Óscar y Mario lo recogieran en Tropo. Y hasta cierto punto se consuela: no sólo me pasa a mí.