Llenamos los días de amaneceres imprevistos y algo absurdos. Viajes a Alcalá de Henares -¡Alcalá de Henares!- con el cese de funcionario interino metido en el libro de Matías Candeira todo para que un amable burócrata me sonría y me diga: "Muy bien, mañana estás en las listas" y yo me pregunte para qué demonios se inventó el fax en estos tiempos y por qué era tan necesario que me levantara a las 7 de la mañana para estar ahí a las 9 si eso era todo lo que tenían que decirme.
Viajes al médico para que te diga "los análisis están bien. Toma". Y te vuelvas, medio sonámbulo, a desayunar mientras en el Marca alguien escribe alguna chorrada sobre Florentino Pérez y uno acabe quedándose dormido en medio del shiatsu o en el Retiro, quemado por el sol, mientras una chica sonríe todo el rato.
Llenamos las tardes de siestas gigantescas y excursiones a "Tres rosas amarillas". Quizá no conozcan "Tres rosas amarillas" porque no deja de ser una librería de barrio, pero es la librería de
mi barrio y está especializada en relato y he decidido que todos los libros que compre los compraré ahí, porque mejor será que ellos se lleven mi dinero a que se lo lleve el Señor FNAC. La última adquisición: "Lo peor de todo", de Ray Loriga, re-editado y hojeado muy brevemente en una terraza de la calle Ruiz -la mesa está cuesta abajo y tengo vértigo-, especialmente la parte de "VÁYASE USTED A TOMAR POR CULO", que siempre fue mi favorita.
¿Las noches? Las noches son un tema. Presentaciones de festivales de cine y conciertos fugaces en el Costello -Anne no estaba, sus amigos tampoco, la Chica Portada y yo nos limitamos a tomar una copita e irnos a casa, sin estirar la cuerda, porque hay muchos días por delante y yo, en el paro, tengo mucho peligro-.
O conciertos en el Búho Real con Patricio de nuevo. Ahora, todo tiene cierto sentido. Es reconfortante. Conozco las canciones y me siento en las mesas e incluso hablo con él e intercambiamos obras -yo ya tenía mi disco, él ahora tiene mi libro y muestra un entusiasmo inesperado- y elogios. La sala empieza vacía y acaba llena y la gente habla y él se enfada y en lo que a mí respecta tiene toda la razón del mundo porque ya está bien de convertir los conciertos en actos sociales: a un concierto se va a escuchar, murmurar entre canción y canción como mucho, y luego ya el post-concierto separará a los niños de los hombres.
No conozco a nadie que cante tantas veces a Nueva York sin nombrarla, lo que me recuerda que, quizá, si todo va bien -
y nadie le cree, nadie se lo cree- este verano yo estaré atravesando Estados Unidos desde Chicago a Portland y luego abajo, a San Francisco y Los Ángeles, en un coche, con una chica rubia, durmiendo en moteles y rodeados de pistolas.
Quiero conocer Montana. Es mi idea del fin del mundo.
Nos quedan las madrugadas. Las madrugadas de Patricio son madrugadas de Toni 2 y reconozco que me siento tentado. Muy tentado. Pero no. Mis madrugadas son de compadreo talleril, restaurante mexicano agonizante, una PDA con mapas de Avignon -definitivamente, pasamos por Hondarribia y Burdeos a la ida y volvimos por Avignon y Barcelona- y varias conversaciones masculinas. Echaba mucho de menos las conversaciones masculinas. Y eso que ni mencionamos el fútbol.
Mis madrugadas son madrugadas de pertenencia: madrugadas de Moloko hasta arriba de gente pero en medio de todo ese calor y ese humo, chicas preciosas que siguen sonriendo -esa estúpida manía primaveral- y la sucesión de Pulp, MGMT,
The Ting Tings -¿y The Ting Tings, lo siento de nuevo, no tienen un aire a los mejores Roxette ochenteros antes de los baladones?-, The Killers, Editors...
Los abrazos ebrios.
Los mensajes absurdos.
Todo eso.
Y la esperanza de que se repitan en un eterno retorno.
Las sonrisas, digo.