La tarde del jueves es tranquila. Inusualmente tranquilo. Yo no me encuentro demasiado bien, una sensación de cansancio, febrícula, ganglios inflamados... y la Chica Diploma ha decidido tomarse unas horas libres, cosa que no es demasiado habitual. Todo se reduce a medio pollo asado en el ya mítico bar O Churrasco y conexiones varias a la red wi-fi Florescente, con las debidas pausas para seguir con el "Invasión o victoria", de Gonzalo Vázquez y Máximo Tobías. Por la noche, en el Canal Internacional, echan una reposición de "Las chicas de oro" versión española. Efectivamente, es horrenda. Tanto, que la Chica Diploma se queda dormida al instante y yo aprovecho para apagar la tele sin que se dé mucha cuenta, matar un amago de cucaracha en el baño y seguir leyendo.
Así llegamos a la última mañana, que normalmente es un coñazo pero con ella al lado no, porque se encarga de todo, porque mi malestar es un poco mayor y lo entiende y así para la hora de desayunar ya casi ha hecho ella sola las dos maletas y está lista para buscar una tienda donde comprar un imán de recuerdo y un búho de regalo. Insinúa la posibilidad de coger el tranvía 28, el que nos cruzamos siempre, el turístico, pero yo no digo ni que sí ni que no. Ayer habría dicho que sí, pese a todo, porque estaba en el plan. Hoy, no me apetece: mucha gente, mucho agobio, mucho calor, poco sentido. Al final, como ven, hemos conseguido dejar algo pendiente, algo por lo que volver. Just in case.
Subimos andando, por tanto, esas cuestas imposibles amenizadas con tramos de escaleras: la Praça da Figueira, la Rua Madalena, la Calçada do Castelo... La Chica Diploma encuentra su búho y yo me quejo mucho, que es lo que hago en cuanto me pongo medio malo. Bajamos al hotel y nos despedimos como si nada. Todo aquí, ya quedó dicho, es "como si nada" y tienes esa sensación de que nadie va a notar tu ausencia y de que, por lo tanto, sería absurdo vivir esto como un drama. No lo es: tres días y medio y el mismo autobús pero en sentido inverso, parón en medio de la carretera para un control policial, terminal 2, cinturones, zapatos, líquidos... Dentro ya, un McChicken y una ensalada, un periódico y un libro, un avión lleno en el que descubrimos que Lisboa nos ha hecho la última jugarreta, como en las películas americanas de adolescentes: los asientos parecen consecutivos: 26C y 26D pero están en puntas distintas de una misma fila.
La última fila del avión, para más escarnio.
Y, bueno, mi miedo a despegar lo mitigo como puedo, sin manos que agarrar ni entregas al pánico -un niño de 8 años juega a la Nintendo a mi lado, la madre no me quiso cambiar el sitio- y en cualquier caso el despegue no tiene nada que envidiar con un aterrizaje largo y suicida, no sé si por estar en la cola o por la poca pericia de un piloto que asegura que no hay viento, que no hay nubes, pero mueve el avión como si tuviera que estrellarlo contra el Palacio Real. Vaya usted a saber, con esta gente es imposible atenerse a razones. Todo lo contrario que Madrid, que se destapa nada más llegar con un enorme anuncio de saunas para homosexuales en el metro que dice: "Ya puedes mojarte".
Pues sí, Madrid es de mojarse y Lisboa, no, pero si la pobreza y el abandono que he visto durante estos cuatro días son una señal de futuro, créanme que es un futuro que no nos va a gustar nada de nada. Un futuro de mantas en pleno verano por en medio de la Plaza del Rossío por no tener dónde dejarlas, por miedo a que te las roben. Lisboa es bonita, pero es de otros, esa sería mi conclusión. Y ahí nos miramos todos, intentando averiguar quiénes son esos otros y con la lógica duda de si no seremos nosotros.
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