La última vez que estuve en Lisboa -la única vez que estuve en Lisboa- fue hace diecinueve años y probablemente todo fuera igual pero desde luego yo no soy el mismo. Por entonces, éramos seis animales adolescentes que llevaban condones hasta en la boca mientras un amigo nos despedía en la puerta del autobús con un golpe en el pecho, a lo Aimar, y la frase, la orden más bien, "A follar". Viajamos toda la noche y cuando llegamos, a primera hora de la mañana, acabamos en una casa de putas de la calle Almirante Reis.
Tenía todo el sentido, aunque lo cierto es que nosotros no sabíamos que era una casa de putas y no sabíamos que estaba en el barrio de Intendente, uno de los de peor reputación de la ciudad. En realidad, como ven, no sabíamos nada, éramos todo arrogancia y desprecio y Lisboa es de esas ciudades que, cuando las desprecias, simplemente se echan a un lado y pasan de ti. Ni un gesto gratuito. Ni un efectismo a lo Times Square. Lisboa no te echa a patadas pero te deja la puerta abierta todo el rato, por si prefirieras irte.
De hecho, nos fuimos dos veces: la primera, a Cascáis, donde uno de los miembros de aquel comité de sabios acabó en un hospital con un coma etílico, y la segunda, ya definitiva, a Madrid, tren desesperado, huída en toda regla a cualquier precio, con Bárbara, Carla y Paula -la mía era Carla, la de mi hermano, Bárbara, creo recordar- dando la hora en los asientos de al lado.
En fin, que Lisboa y yo nos hemos llevado regular durante muchos años, como te llevas con ese chico que todo el mundo dice que es maravilloso pero la vez que le viste te pareció un gilipollas. Por eso mismo, tenía sentido que el regalo para la Chica Diploma fuera este, que también tiene su historia con la ciudad, una ciudad que, permítanme la ligereza, a veces se ceba un poco con los indiferentes, los Santo Tomás del turismo.
Así que aquí estamos, en un Residencial, que es un término medio entre pensión y hotel, llamado Fluorescente, algo hortera, demasiado españolizado, con conexión Wi-Fi y un televisor que incluye Chelsea TV, Man United TV y Real Madrid TV, como si me estuvieran esperando. Ni rastro de putas, aunque hace 19 años necesitamos que Brasil se clasificara para las semifinales de un Mundial para darnos cuenta de lo que pasaba en el piso de arriba. Lisboa es ese tipo de ciudad a la que llegas, a Luis Enrique le rompen la nariz de un codazo y acabas huyendo de un bar de marineros en el Barrio Alto.
O al menos lo era, porque la mañana del martes es una mañana tranquila (nadie dio órdenes en la escalera del avión, nadie ha creado expectativas absurdas), una mañana de Rossío, Plaza del Comercio, coquetear con el portugués hablado, paseos a Caís do Sodré para ver los ferrys y coca-colas mirando al Tajo, que no es otra cosa que el Océano Atlántico de incógnito. En las plazas se masca una vuelta ciclista que debe de empezar hoy o mañana y en las calles empedradas los camareros reconocen a los turistas y les atacan con sus menús en la mano y cierta facilidad para el español.
Nada, absolutamente nada, me suena. En cinco minutos salimos al Castelo de Sao Jorge esperando confirmar que en realidad yo nunca estuve aquí y no me hice fotos simulando que cada cañón era mi polla.
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