jueves, agosto 01, 2013

59 años


El último cumpleaños de mi padre fue hace justo un año. Entonces cumplía 58 y lo asumía con esa inevitabilidad con la que asumía la vida en general desde que sufrió un ictus en 2010; como algo probablemente molesto pero que había que pasar y que una vez pasado tampoco dejaba demasiadas secuelas. A mi padre le molestaba la gente, como concepto, y desde luego le molestaban las acumulaciones, una consecuencia del tiempo, diría, porque en su juventud fue justo lo contrario: adoraba la compañía y adoraba estar en el centro de cualquier evento.

Lo celebramos en la Ruber, la de Juan Bravo. Era su segundo día de quimioterapia y estaba ingresado para recibir el tratamiento. La excusa oficial era que así se podía evaluar mejor su reacción, la razón verdadera era que no tenía dónde quedarse y yo le suplicaba tiempo al doctor mientras buscaba junto a la Chica Diploma apartahoteles para que pudiera seguir su tratamiento de cáncer en Madrid, para que pudiera celebrar su cumpleaños dignamente o al menos para que los demás pudiéramos acometer el simulacro, fingir que todo iba bien, que era un día feliz, que estábamos todos unidos.

Una cosa realmente jodida de aquel día era que todos sabíamos que era su último cumpleaños menos él. Por supuesto, no era un pensamiento que estuviera presente en aquel momento, es decir, no llegábamos a la habitación y nos echábamos a llorar sabiendo que le quedaban nueve meses de vida -fueron ocho y medio-, pero de alguna manera lo sabíamos, como sabe uno su nombre sin necesidad de repetirlo continuamente. Él, sin embargo, no tenía ni idea. Siempre pensamos que era lo mejor y que si él hubiera querido saberlo simplemente habría preguntado: a su médico, a su hijo, a su mujer, a su madre, a sus hermanos... No, él no preguntaba y nosotros, obviamente, no respondíamos. No respondíamos en la Ruber, no respondíamos en San Francisco de Asís, no respondíamos en el Hospital de Madrid y no respondíamos en Sanchinarro, cuando le empezaron a dar sesiones de radioterapia.

Por no responder, ni siquiera respondimos cuando volvió a la Ruber, su quinto hospital en siete meses y el Doctor Jalón -a los oncólogos hay que ponerles nombre, si no parecen espectros- nos advirtió de que no llegaría a Semana Santa. Tardes de morfina, débiles paseos al baño y películas del oeste, siempre películas del oeste acompañadas ocasionalmente por series de Chuck Norris y abogados, muchos abogados. Cuando salió, apenas podía andar, estaba calvo y solo mantenía un mechón en la nuca que invocaba a la resistencia, a la rebeldía. Un mechón libertario.

Aun así, un día, en casa de su mujer, que desde finales de agosto era la suya, me cogió la mano y me dijo, con una voz ronca, casi inexistente ya, "yo creo que esto ya...", con los ojos que ponía cuando quería que le dieras la razón. La cara de "esto que estoy diciendo es irrebatible" que creo que he heredado. Yo esperaba una confesión en toda regla, una razón para evitar el silencio, y le animé: "Esto ya... ¿qué, papá?". Él tenía que saber que se estaba muriendo, ya no podía ni levantarse al baño, los análisis se los hacían en casa y los firmaba Merino Batres para que yo los entregara en la Ruber y el doctor y yo nos quedáramos ahí mirándonos, como si el espectáculo tuviera que continuar sin saber muy bien por qué. Él tenía que saberlo, insisto, pero sin embargo dijo, apretando mano y mirada: "Yo creo que esto ya irá a mejor, ¿no? Si ya ha pasado todo lo malo...".

Y el silencio continuó, porque, ¿qué le puede decir uno a un padre?, ¿que se va a morir en tres semanas?, ¿que su sentido de la realidad es lamentable, que todo se acaba? Si el Papa no es nadie para decirle a un gay lo que tiene que hacer, ¿quién cojones soy yo para decirle a mi padre que se muere, que acelere el dramatismo y los arrepentimientos?, ¿quién soy yo para exigir arrepentimientos de nadie, en cualquier caso? No, el silencio se convirtió en un silencio Standstill, un silencio "Por qué me llamas a estas horas" y ahí siguió en miradas y gestos que siempre me pillaban en otro lado porque he de reconocer que yo soy muy constante en el apoyo pero que la muerte, o la confesión de la muerte, la rodeo con cierta facilidad.

Así llegamos al silencio de su familia frente a la tumba el día de su cumpleaños. Yo creo que iré más a menudo porque la sensación que me da es de que ahí está demasiado solo y además ahora no se puede quejar de la compañía, así que si le molesta, que se fastidie. No sé, igual era el calor o el hecho de que empezara agosto -no pudo ser un niño alegre, ahora que lo pienso, y no creo que disfrutara del concepto propio de "cumpleaños" porque sus amigos nunca estaban cerca en medio de las vacaciones- pero la tumba me dio una triste sensación de soledad: su madre, su mujer, una hermana, un hermano, su nuera y yo. Cuando estaba en la Ruber en la segunda etapa, se me olvidó comentarlo, fantaseaba con mi regalo de boda y hablaba con mi madre sobre qué cantidad estaría bien.

No llegó a tiempo.

No llegó a los 59 ni llegó a mi boda, para la que queda un mes y medio, pero sí llegó a Semana Santa y que se jodan los diagnósticos. Llegó, agonizante, pero llegó, y la pasó, y todavía cuando el médico nos dijo "le quedan horas" aguantó tres días. En silencio, claro, que era lo suyo, solo su cara retorcida de dolor cuando le cambiábamos el pañal. Todos cambiamos el pañal de nuestro hijo y lo normal es que acabemos cambiando el pañal de nuestro padre pero habrá que convenir en que hay un antes y un después de esos momentos. Habrá que convenirlo porque si no empezamos a no entender nada y es peligroso.

Y eso es todo, 1 de agosto de 2013, calor horrible en Madrid después de cinco días en un festival y viendo a mi mejor amigo de la adolescencia, que es donde, si todo fuera comme il faut me debería haber quedado para siempre.