Sí recuerdo la Torre de Belem, incluso tengo una foto de esas que se hacen por compromiso, casi pereza, el único monumento en un carrete lleno de gamberradas para testificar: "Sí, yo estuve aquí". Recuerdo además que compré la Gazzetta dello Sport y me eché a leer en un parque. Conmigo estaban Víctor y mi hermano. No sé cómo fuimos pero en ferry, no fue, eso ha sido este año con la Chica Diploma, un ferry que sale de Cais do Sodré, llega por un extremo al Panteón y vuelve, cruza el puente y te deja en la Torre para recogerte más tarde.
Solo que la Chica Diploma y yo hemos decidido ser malos y no dejar que nos recoja nadie. Vemos el puente a lo lejos, decidimos que no es tanto y empezamos a andar: primero la Torre, plagada de españoles, como toda la ciudad, luego el Monasterio de los Jerónimos, paseo por una zona comercial llena de heladerías y pasteles hasta llegar a Alcántara, con sus carteles electorales -hay unas elecciones locales pronto, no sé cuándo, eso nadie lo dice, ayer, en una terraza al borde del Castelo uno de los cafés llevaba el nombre de la troika, entiendo que no era nada positivo- y de ahí ya el cruce del famoso puente, un intento de comer en el Club de Jornalistos que frustra la hora y la elección de un entrañable restaurante familiar, la dueña hablándonos muy lentamente para que pudiéramos entender, azorada casi, filete con salsa y una merluza con patatas.
Luego, seguir andando, sin parar, ruta del tranvía por la Calle Boavista hasta la Plaza del Municipio y ya los edificios conocidos: Plaza de Comercio, Rúa Augusta, los camareros mozambiqueños y el sonido del helicóptero de la vuelta ciclista que, efectivamente, empieza hoy.
Por el camino, un descubrimiento: el funicular que lleva a la otra terraza que nos recomendó Marina, la del Barrio Alto. Hace 19 años creo que estuve en el Barrio Alto pero aún no estoy seguro. Dimos miles de vueltas por la noche y no había farolas ni gente a la que dirigirse. Acabamos en un bar llamado Liverpool, vacío, nos sirvieron seis cervezas, nos quisieron cobrar unas 5000 pesetas y acabamos corriendo como cabrones hacia la puerta, como en una canción de los Kinks.
Creo que hoy hemos pasado por esa zona, quizás incluso ese bar, y no me pareció exactamente el Barrio Alto sino una colección de antros y putas, sin más, exactamente donde el Chico Rastrero nos quiso llevar esa noche. Si se fijan, las putas fueron una figura recurrente en 1994 y nosotros tan educados.
Por lo demás, ni siquiera el Castelo fue ayer lo que fue en su momento. Todo es más completo incluso con amagos de resfriado, dolor de piernas y preparativos de boda. Lo normal sería que este diario acabara en reconciliación y amor. Eso sería lo periodístico, un "oh, como odiaba esta ciudad y como me ha convencido de que es maravillosa". No creo que pase. Nada personal, simplemente no creo que pase. Me sigue pareciendo una ciudad demasiado fría, demasiado exigente, demasiado alejada de todo. Una ciudad que te dice: "Anda, mira el río y déjame un poco en paz". Un pibón con conciencia de pibón que tampoco es para tanto. Mis patéticos intentos seductores, mis "obrigados" forzados, mis "até logos" sonrientes, un poco para nadie, porque nadie cree que yo sepa hablar un idioma que, efectivamente, no sé hablar. Ni de lejos.
La cosa queda en tablas entre Lisboa y yo, pues. Puede que me equivoque, me equivoco siempre. La ciudad será a partir de ahora un nuevo recuerdo de la Chica Diploma y poco más. Callejuelas, cuestas y su sonrisa cuando ve un funicular. No he visto a nadie que sea tan feliz solo viendo funiculares y tranvías. En lo que a mí respecta esta no es una relación a tres todavía. De hecho, estamos viendo todo con tanta profundidad y rapidez que a veces tengo la sensación de que el objetivo es no dejarnos nada para no tener que volver.
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