Brasil
ganó tres mundiales de cuatro posibles entre 1958 y 1970 y se hizo a la
idea de que así sería siempre, que lo natural era la victoria y no la
mediocridad. 20 años después, lo que quedaba de aquella ambición era el
pánico. Equipo insulso en 1974 y 1978, glorioso pero perdedor en 1982 y
una combinación de todo un poco en 1986, a la seleçao le pasó lo
peor que le puede pasar a un niño alegre: se dispuso a madurar, como el
músico que no ha conseguido repetir el éxito de su primer disco y se
escuda en la incomprensión ajena.
La
«madurez» de Brasil era un ajuste a los tiempos. A finales de los 80
convivían en Europa dos tendencias muy distintas pero hasta cierto punto
exitosas. Holanda venía de ganar la Eurocopa de 1988 con un juego
alegre, no diría espectacular, pero que se basaba en el talento. La
propia Holanda tenía un punto esquizofrénico, porque no era lo mismo el
último Ajax de Cruyff que ganó la Recopa en 1987, que el pétreo PSV Eindhoven de Hiddink que ganó la Copa de Europa de 1988. Aun así, convendrán en que mejor Cruyff y Hiddink que Trappatoni o todos los dobles y triples pivotes que asolarían los 90.
En cualquier caso, la referencia mundial no era Holanda o lo era solo en la medida en que colaboraba en el Milan de Arrigo Sacchi,
un equipo mal entendido a menudo: irregular en su campeonato nacional,
casi imbatible en Europa, sobre todo en 1989, el año del 5-0 al Madrid,
Sacchi creía en el talento pero sobre todo creía en el trabajo y ese
trabajo, sí, era táctico, como lo fue después el de Guardiola,
pero también era físico. No «físico» como se entendió en el 98, es
decir, una sucesión de tíos de dos metros de largo por dos metros de
ancho barriendo todo lo que pasaba por la zona, sino «físico» en su
pretensión de agotar al rival presionándole por todo el campo y
reduciendo los espacios para que no pudiera respirar.
El
fútbol en 1990 parecía una cosa enteramente europea, organizada, seria,
concienzuda, casi científica —primeros psicólogos en los banquillos,
nutricionistas, médicos extraños de dudosa procedencia— y lo único que
se oponía a aquella marea de datos en ordenadores era la genialidad de Maradona
y su grupo de pretorianos, los del «pisalo, pisalo», los de los
barbitúricos en las botellas de agua que pasaban a los rivales cuando se
morían de sed… En resumen, el fútbol estaba bien jodido, y se acercaba
el peor Mundial de la historia, sin comparación posible.
Ante eso, Brasil tenía que elegir entre mantener su esencia del jogo bonito
y lo que los expertos de hoy en día llaman «competir», es decir,
aburrir a las ovejas. Eligieron lo segundo porque pensaron que era la
mejor manera de acercarse a la esquiva victoria, al soñado «tetra», su
primer título desde la retirada de Pelé de la selección. Los fracasos de los Zico, Sócrates, Eder, Falcao, Dirceu, Careca y compañía parecían exigir un cambio de rumbo… y de Telé Santana se pasó a Lazaroni con una facilidad asombrosa.
Lazaroni
había llevado a Flamengo y Vasco da Gama a sendos campeonatos cariocas a
una edad impropia, apenas 37 años. En su debut con la seleçao
ganó la Copa América, un torneo que no suele interesar demasiado a los
brasileños pero que vio el debut de futuras estrellas como Romario y Bebeto,
que marcaron todos los goles de su equipo en la fase final, incluyendo
el de la victoria decisiva ante Uruguay, obra del futuro jugador de
Barcelona y Valencia. Aquella «final» —en realidad era una liguilla pero
ambos equipos llegaban empatados, como sucediera en 1950— de Maracaná,
ya dio señales de lo que estaba por venir: un 4-4-2 sin apenas magia,
con Dunga alternando las posiciones de medio centro defensivo y líbero más Mazinho organizando al equipo dentro de sus limitaciones.
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