miércoles, agosto 21, 2013

Sonrisas de una Chica Ratón


La Chica Ratón se fue de monitora a un campamento y a los seis días me di cuenta de que la iba a perder aunque eso nos llevaría a la eterna discusión sobre si se puede perder algo que en rigor no tienes o si para perder algo basta con imaginarlo como tuyo. Hicieron falta solo dos llamadas de teléfono a los pirineos ilerdenses para que empezara el pánico, la angustia y la determinación de la meada territorial, el tono seguro con el que dices: "Te echo de menos, voy a ir a verte el fin de semana".

Por supuesto, me dijo que no, que no era lo más oportuno. Es lo que se dice siempre cuando hay otro. Yo me quedé devastado y se estableció un cierto consenso a mi alrededor que dictaba que me lo tenía bien merecido. Un consenso del que yo participé y del que supongo que sigo participando aunque con matices, porque, si no, no estaría escribiendo esto. El caso es que toda mi relación con la Chica Ratón se basó en el presupuesto de que ella me necesitaba, que yo podía ir y venir, esconderme y aparecer... y a ella no le quedaría más remedio que esperarme. Era un presupuesto de lo más estúpido y vanidoso y así acabó todo como acabó: ella aguantó un ataque de independencia, aguantó una infidelidad pero no aguantó renunciar a la felicidad propia, hasta ahí podíamos llegar.

Así que la Chica Ratón se enamoró perdidamente de un montañero y yo, aspirante a intelectual sobrio, me quedé en Madrid solo, verano de 2003, récord de temperaturas. Trabajaba por la noche e intentaba dormir por el día, normalmente sin éxito. Aparte de todo esto, recuerden, era un hijo de puta y tenía que vivir con ello. Conformarme con esa especie de redención que consistía en enviarle un email cada día, email que podía ser completamente autocompasivo o rozar la agresividad, el "cómo pudiste hacerme esto a mí". Hay que aclarar que el otro consenso establecido apuntaba a que yo no la quería y ahí tengo que decir que eso era falso, aunque ella no se lo creyera, aunque ella aún no se lo crea y aunque yo no hiciera nada por resultar en absoluto convincente.

Creo que solo una persona sabía que yo quería a la Chica Ratón, que yo necesitaba a la Chica Ratón y sus sonrisas de niña pequeña, revoltosa, agitada, su manera de decir "bobo" como toda respuesta a mis tonterías, su absoluta falta de exigencia y la voluntad absoluta de quererme como era, así, de una vez, como si eso fuera posible.

Esa persona había visto la película y no le gustaba el final, y hasta aquí puedo leer.

El caso es que todo esto lo descubrí más tarde, tan tarde que era TARDE, así, en mayúsculas. Partida acabada. Game over. La Chica Ratón volvió de los Pirineos dos meses más tarde y no sabía cómo sentirse. El día que me enteré de que volvía, que al día siguiente estaría en Madrid, yo había ido precisamente al Planetario con una amiga y después de esquivar yonkis de ida tuvimos que esquivarlos de vuelta gracias a un formidable ataque de ansiedad en plena sala de cine. 

Yo le regalé un disco de Fito y Fitipaldis, ella me regaló un "atrapasueños" y me explicó lo que era. Yo la miraba como se mira a un extraterrestre, un extraterrestre que quieres que se quede para siempre, un extraterrestre, en definitiva, que te puede salvar. Yo miraba a la Chica Ratón como si la Chica Ratón fuera E.T. y ella no sabía qué sentir porque estaba enamorada de otro y de alguna manera era consciente de que yo la seguía necesitando y que, sí, me había portado muy mal con ella pero ella no estaba aún preparada para portarse mal con nadie ni mucho menos conmigo porque, consensos aparte, si hasta la otra chica sabía que la quería con toda mi alma, ¿cómo no iba a saberlo ella?

Así que una noche fuimos al cine y en el previo, cena en el VIPS, se echó a llorar como la niña confusa que era, 23 años ya, chica cáncer -"nunca juegues con el corazón de una chica cáncer", advertía Linda Goodman desde su libro rojo, mientras la Chica Ratón me miraba cómplice y yo silbaba- y me pedía, por favor, que siempre estuviera a su lado. Esas fueron sus palabras: "Prométeme que siempre estarás a mi lado". Había leído mis emails y no le habían gustado. Yo sé que no le habían gustado porque los he leído después mil veces y no podían haberle gustado a nadie, pero no me lo dijo. ¿Qué hice yo? Estar a su lado. Quizá mi redención de verdad era esa o quizá, simplemente, seguía necesitándola. 

Estar a su lado un mes y luego otro y comer raciones de patatas en La Bodega, albóndigas en el bar donde el Valencia ganó la liga y convertirme en un confidente dolido.

La historia duró dos años y es una historia que se sale de los consensos. Es la historia de una entrega absoluta, la entrega de quien renuncia a sus necesidades para acoplarse a las del otro y sueña con dejar así de ser el malo de la película. Solo que las cosas no funcionaron bien y apareció otro chico y yo me perdí en bares, equipos de baloncesto y excesos de narrativa y, poco a poco, pese a ser vecinos, dejamos de vernos, dejó de querer verme, más bien, de contestar a mis llamadas. Una mañana, en 2007, decidimos que había que meter a mi abuela en una residencia. Espero que nunca tengan que decidir algo así aunque probablemente ya lo habrán hecho. La llamé porque necesitaba consejo, al fin y al cabo ella era trabajadora social. La Chica Ratón no cogió el teléfono pero sí me devolvió la llamada cuando le informé por mensaje de que era algo profesional.

Lo profesional le valía, era una buena excusa aunque intuyera que era mentira y que yo podía conseguir información sobre residencias en cualquier otro lado y, más aún, sobre la idoneidad de que mi abuela no pasara por casa a la salida del hospital, que su demencia fuera directa de República Argentina a Santa Hortensia, justo enfrente de la Chica Ratón, su casa desde la ventana de la habitación donde ponía la foto de su nieta, donde le recreamos algo parecido a un hogar mientras ella soñaba con fugas en tren, fugas de postguerra, hermanos muertos que la visitaban, olor a lejía y orín en los pasillos.

Un año después de que muriera, me mudé de casa y Zuckerberg popularizó Facebook. Le mandé un mensaje del tipo "no me puedes odiar siempre". A mí me parecía muy injusto que me odiara por cumplir su promesa. Que me hubiera odiado en 2003, con todos los matices, lo habría entendido, pero en 2005 me costaba y en 2008 me parecía completamente desmedido. Solo contestó para decirme que por favor no volviera a intentar contactar con ella. Fue duro. Cruel, diría.

Pero vuelvo al consenso, que dicta que no, que ella hizo bien y que yo fui un hijo de puta y que bla, bla, bla... lo cual es verdad si no atendemos a los matices, y yo me he negado a atender a los matices hasta que me he cansado de ser un chico malo. Y porque la echo de menos, claro. Porque en 22 días me caso con una chica cáncer y me gustaría al menos poder contárselo y saber qué hizo ella en sus años de desaparición absoluta. Porque de alguna manera me importa. Porque soy un gilipollas, vaya, tampoco les voy a dar muchas explicaciones más.