Aunque de repente hay momentos. Yo no quería escribir esto y estaban avisados porque si no el diario acaba pareciendo una película de Jennifer Aniston, pero, sí, hay momentos. La cara de niña pequeña de la Chica Diploma cuando, apiñados en el vagón de la conductora, subimos con el funicular al Barrio Alto. En realidad, es una estafa enorme, porque 3,60 euros por subir una cuesta... Hombre, hombre... pero ella está contentísima y hasta emocionada y a mí, desde luego, me vale.
Después, nada más bajar, andamos hacia nuestra izquierda, entramos en un parking, cogemos el ascensor hasta la quinta planta, subimos a la sexta y nos encontramos con una enorme terraza donde se reúne lo más "cool" de Lisboa, una azotea con vistas al río y a gran parte de la ciudad -lo bueno de un sitio lleno de cuestas es que está lleno de miradores- en la que incluso hay un equipo de televisión grabando y el postureo impera por todos lados.
Es la primera vez que me parece estar viendo algo vivo, aunque mantenga un punto artificial, superficial, si se quiere. Mi problema con Lisboa, y parece que poco a poco lo estoy descubriendo, es que siempre me parece que esté en un decorado. Precisando, en un decorado de película europea de Woody Allen, donde lo bonito es precisamente lo que no cambia, lo predecible: la terraza con mesitas en medio de unas escaleras, las plazas con sus fuentes, los tranvías de principio de siglo... Una belleza sin sorpresas, sin alarmas, por favor.
Se me olvidó comentarlo antes, pero ni siquiera me gustó "El libro del desasosiego", de Fernando Pessoa. El tedio y el torpor. A veces pareciera que a Lisboa, para intimar con ella, hubiera que estudiarla, y seguro que eso es precioso pero me sobrepasa. Vuelvo a la comparación con la chica que te pone cara de asco cuando solo quieres hablar con ella o el chico que se hincha como un gallo solo porque le has pedido la hora.
A veces, la sensación es la misma que a los 17 años, y tiendo a perdonarme, ¿qué demonios puede hacer un grupo de chicos de 17 años en una ciudad así?, ¿dónde ir, con quién hablar? Aquí se toman la melancolía muy en serio. Una melancolía mezclada con aburrimiento y enfado, el habitual de todo enclave turístico donde entras en un mesón andaluz y el camarero solo te habla en inglés, aunque al final lo prefieres porque mejor un inglés básico que un portuñol confuso.
Pero volvemos a los momentos, qué remedio, porque la ciudad es preciosa y eso es incontestable y giras una esquina y frente a ti hay un mirador enorme, una plaza desde la que no solo se ve el río sino también el castillo, la catedral, el jardín botánico e incluso nuestro hotel mientras un señor toca la guitarra y canta algo que parece maravilloso y probablemente lo sea, frente a un restaurante de lujo que se llama "Decadent", quizá la palabra que llevo buscando estos dos días, y, para rematar, entramos a cenar a una pequeña bodega donde nosotros devoramos unos filetes y los mosquitos devoran a la Chica Diploma, ronchón tras ronchón, como si alguien quisiera mandarnos un mensaje y ese mensaje fuera "no os confiéis".
Y buscad una farmacia.
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