Alejandro García Reneses,
madrileño del Ramiro de Maeztu, dejó a los 22 años el Estudiantes para
irse al Barcelona y hacer carrera en Cataluña. Después de retirarse como
jugador a una edad relativamente temprana, pasó a los banquillos del
Cotonificio y el Joventut de Badalona con tal éxito que su ex equipo
acabó contratándole para reconstruir una plantilla que se había quedado a
un paso de demasiadas cosas, principalmente la Copa de Europa de 1984, perdida en Ginebra ante el Banco di Roma.
Aquella plantilla contaba con varios artífices de los éxitos de la selección española: Solozábal, Epi, Sibilio, De la Cruz…
pero todavía rodaba a rebufo de un Real Madrid inmerso en el difícil
trance de sustituir a algunas de sus estrellas de los 70 como Corbalán, Brabender o Rullán mientras combatía los cantos de sirena de la NBA, que llegaban con insistencia a los oídos de Fernando Martín.
Aíto llegó al Barcelona en 1985 y el primer año se llevó la Recopa; el segundo, la liga, y pocos días después, la Copa Korac.
Aquel equipo se construía desde la defensa, lo que suponía una novedad
en el baloncesto ochentero, acostumbrado a que los equipos alcanzaran
con cierta asiduidad los 100 puntos. No es que renunciara al talento de
Epi o Solozábal, pero junto a ellos reunió una serie de fajadores
estajanovistas: Quim Costa como base suplente, Andrés Jiménez de tres alto en detrimento del tirador Sibilio, el nacionalizado Steve Trumbo, capaz de meter tiros libres con los ojos cerrados y jornaleros estadounidenses como el altísimo Wallace Bryant, el corajudo Eugene McDowell o el tosco Granville Waiters.
Prueba
del nuevo estilo de juego —tenso, sin concesiones, competitivo al cien
por cien— la daba que su gran estrella, casi por encima de Epi, fuera Audie Norris,
un portento físico con una técnica deliciosa, absolutamente imparable
en la pintura pese a su relativamente corta estatura, apenas un
centímetro más (2,06) que el propio Jiménez. Norris no tenía nada que
ver con los livianos y estilistas americanos de la época, que venían a
Europa a promediar sus 30 puntos por partido, vivir la noche a tope y
marcharse a menudo a mitad de una temporada si les llamaban los Denver
Nuggets de turno: Norris era compromiso, entrega y lucha por encima de
todo. Luego, además, calidad y talento.
Así era el Barcelona de Aíto. Así llegaron, una a una, cuatro ligas, de 1986 a 1990.
La
asignatura pendiente era Europa. Al igual que la sección de fútbol, el
Barça de baloncesto jamás había ganado la máxima competición
continental. En Concha Espina las contaban con los dedos de las dos
manos pero en Les Corts había que apelar a la paciencia. Una vez
construido un equipo ganador, capaz de acabar con la hegemonía
madridista en España, los éxitos europeos estarían al caer.
Por
eso no se dio demasiada importancia al relativo fracaso que supuso
quedarse fuera de la final en la temporada 1987/88 cayendo en Den Bosch
ante el modesto equipo holandés; se entendió como un período de
adaptación y se fió todo al año siguiente, el definitivo, el tercer año
triunfal del Barcelona de Aíto. Aquella temporada, la prensa coincidía
en que el equipo español era el más fuerte de todos. Su fase previa fue
impecable, arrolladora, y llegó a la Final Four de Munich —primera vez
que se utilizaba este formato de semifinales y final en campo neutral—
como favorito indiscutible, con la ventaja, además, de enfrentarse a un
equipo totalmente desconocido: la Jugoplastika de Split.
Los equipos yugoslavos ya habían dado muestras de su calidad con el Bosna Sarajevo de Delibasic, la Cibona de los hermanos Petrovic o el Partizán de los jovencísimos Paspalj y Divac,
triunfantes en la Copa Korac. Eso sí, del equipo de Split no había
referencias. Menos mal. Aquel partido de semifinales fue el inicio de un
trienio mágico, posiblemente irrepetible en el recuerdo de los
aficionados al baloncesto. Conducidos por Sretenovic y Pavicevic, con Perasovic e Ivanovic como anotadores impenitentes y sujetos al talento de los adolescentes Toni Kukoc y Dino Radja, la Jugoplastika no solo ganó con total autoridad las semifinales sino que se impuso al todopoderoso Maccabi de Magee y Jamchy en la final.
El
impacto de Kukoc fue tal que el Barcelona intentó ficharlo de
inmediato. Junto al Barcelona, media Europa. No pudo ser. El compromiso
de Kukoc con su equipo era absoluto y siempre se ha dicho que Aíto no
acababa de ver con buenos ojos su contratación, un rumor que no hay que
tomar demasiado en serio pero que redunda en la idea del madrileño como
técnico al que no le gustan las estrellas, olvidando que Kukoc no era
una estrella al uso sino un jugador de equipo, alguien tan preocupado
por hacer jugar a los demás como por jugar él mismo.
Al año siguiente volvió a demostrarlo en Zaragoza, batiendo en la final al Barcelona por 72-67.
Los encuentros entre croatas y catalanes tenían un nexo común: el Barça
salía como favorito, luchaba de tú a tú durante un rato y en cuanto los
balcánicos tomaban cinco puntos de ventaja, el partido se acababa entre
ataques de ansiedad, fallos en defensa y esa capacidad tan yugoslava de
anotar la canasta clave en el momento clave, cuando el partido está a
punto de dar la vuelta.
El
dominio psicológico de los de Split era tal que, el año siguiente,
incluso sin Radja, sin Sobin, sin Ivanovic… y sin su técnico, Bozidar Maljkovic, que había hecho las maletas rumbo a la ciudad condal, volvieron a batir
a los Epi, Solozábal, Montero, Jiménez, un renqueante Norris y
compañía, presas de su propio pánico. Precisamente, a Maljkovic le tocó
conducir la transición de un Barcelona campeón pero ya envejecido. No lo
consiguió. ¿Cuánta importancia tuvo la implacable sombra de Aíto desde
su puesto de director deportivo? Toda la del mundo. No se podían ni ver.
Veinte años después, la tensión sigue presente en sus encuentros. Aíto
no suele hacer referencia al tema, pero Boza se pasó una década
dedicándole al madrileño cada uno de sus triunfos en el Limoges, en el
Panathinaikos…
Así
que Don Alejandro fue de nuevo el elegido para retomar el rumbo. El
equipo no podía dar contestación al Madrid de Sabonis, sus estrellas
eran historia y solo Epi continuaba ejerciendo de gran capitán, dando
pocos minutos como veterano de oro. Acompañado de nuevo por Quim Costa,
esta vez como ayudante técnico, Aíto tardó exactamente una temporada en
reconquistar el cetro de la ACB: con Xavi Fernández y Darryl Middleton como estrellas anotadoras más la habitual plétora de currantes —Peplowski, Salva Díez, Quique Andreu, José Luis Galilea…—, el Barcelona conquistó otros tres títulos consecutivos, de 1995 a 1997 y dos más en 1999 y 2001.
Dio
igual. Al Palau ya no le gustaba Aíto, ni su estilo de juego ni su
apuesta por un baloncesto demasiado táctico, en línea con lo que se veía
entonces en el resto de Europa. Había en Barcelona una cierta nostalgia
de Maljkovic como si los equipos del serbio fueran los Lakers de Magic.
En ello tuvieron que ver los dos últimos batacazos europeos: la final
perdida en 1996 ante el Panathinaikos con tapón ilegal de Vrankovic a Montero y sobre todo la paliza que el equipo recibióa manos del Olympiakos un año más tarde, con mutis total de Djordjevic y compañía en el partido más importante de la historia del club.
Se
extendió la idea de que el Barcelona jamás ganaría una Euroliga con
Aíto. Que sí, podía ganar 9 ligas, 4 Copas, 1 Recopa y 1 Korac, pero la
Euroliga no caería. Reneses se convirtió en el perdedor más laureado de
la historia. Había cambiado la trayectoria de su club en 180 grados pero
ni sus directivos ni su afición le querían, así que desanduvo el camino
que le separaba de Badalona y el Barça optó por la fiabilidad yugoslava
de Svetislav Pesic.
No
fue mala decisión para ninguno de los dos. En el Joventut, Aíto
consiguió sacar al equipo del anonimato al que le había llevado la época
post-Villacampa, y ganó una Copa del Rey más y dos torneos europeos: la Copa FIBA y la Copa ULEB, además de hacer debutar a talentos como Rudy Fernández, Pau Ribas o Ricky Rubio. En 2003, el Barcelona consiguió juntar a Jasikevicius, Bodiroga, Fucka, Navarro y Dueñas en un solo quinteto y el resto fue sentarse a esperar cómo el Palau Sant Jordi celebraba la primera Euroliga de su historia ante la Benetton de Messina y Garbajosa.
Ya
cumplidos los sesenta, a Aíto le llegó por fin la oportunidad de
entrenar a la selección española. Fue solo durante dos meses y para un
campeonato, los Juegos Olímpicos de Pekín. Tras varios sustos ante China
o Alemania, el equipo consiguió la plata ante un equipo estadounidense a
la altura de los mejores de la historia, con Kobe Bryant y LeBron James dirigiendo las operaciones. Probablemente, aquella final haya sido el mejor partido FIBA que jamás se haya visto. Como si fuera una maldición, pasados los años, poca gente recuerda que a aquel equipo también lo entrenaba Aíto.
Artículo publicado en la revista JotDown, dentro de la sección "No pudo ser".