Última clase del curso en centros culturales. En concreto, el grupo de inglés conversación de los sábados por la mañana, una entrañabilísima y agradecida colección de gente de todo tipo y toda edad, desde universitarios a jubilados, trabajadores y parados. Gente capaz de ir a las 10 de la mañana de un sábado a que yo les explicara a saber qué tontería o a leer un artículo de The Guardian en pleno invierno, bajo cero, cuando yo mismo estaba a un paso de meterme de nuevo bajo el edredón y que fuera lo que Dios quisiera.
La clase es en Maestro Alonso. Todo el mundo me pregunta si volveré y yo no lo sé. Sé que no será en sábado pero el resto de los días aún tengo que recibir una oferta y aceptarla. Cuando salgo por la puerta, desfondado porque apenas he dormido, un insomnio de Coca-Colas en restaurantes de Capitán Haya, hago el paripé de medio derrumbarme como Michael Jordan en aquel partido que jugó con gripe intestinal y metió 45 puntos, y a la salida levanto los dedos al cielo y miro hacia arriba, como hace Messi unas 80 veces al año, es decir, cada vez que marca un gol.
Si Messi puede dedicarle goles a su abuela no veo por qué yo no le puedo dedicar clases a la mía teniendo en cuenta que un día ella misma fue alumna de ese centro. Alumna jubilada intentando aprender francés y piano, con sus métodos, sus cintas, sus partituras, sus horas de cotilleo en el bar de al lado, sus cafés con bollo -de mi abuela heredé muchas cosas, una de ellas fue el café con bollo y renunciar a ello me parecería una traición, especialmente si se confirma que a partir de septiembre viviré al lado de la mejor pastelería de Madrid- y sus profesores y profesoras ocasionales, mochila al hombro, dos horas aquí, dos horas allá, sonrisas y prestidigitaciones.
Así que, bueno, el curso se acaba justo ahora que empieza el siguiente. En medio una semana para escribir como un condenado. Qué fácil es proyectar y qué difícil es hacer las cosas. Everybody loves the sound of a train in the distance, everybody thinks it´s true. Me despierto al ritmo del concierto de Paul Simon en Central Park, el de 1991, el que vimos en versión reducida en el Palacio de los Deportes con un batería al que mi hermano y yo apodamos Chiappucci por su fogosidad constante. Es raro transportarse a 1991 cuando en unas horas tendré que estar en 1999 -y enamorado de T.- y mañana por la mañana volver a 1985 e imaginarme perdido por los pasillos del Antonio Magariños.
En algún momento anterior al insomnio, Paul Simon, las clases y los numeritos teatreros -yo podría haber sido un escritor de La Masía-, murió Juan Luis Galiardo. Una amiga me dijo que "estaba muy malito" pero seguía rodando. No concebía los términos "Juan Luis Galiardo" y "muy malito" en una sola frase. Si uno piensa en Galiardo lo último que se le viene a la cabeza es "muy malito". En aquella prodigiosa serie que David Trueba le regaló a Jorge Sanz, Galiardo hace de moribundo y precisamente el chiste está en que un hombre así, de esa vitalidad, no podía apagarse con anticipación. Era imposible.
Prueba de ello es que, creo que por primera vez en la historia, el eufemismo para "larga enfermedad" se ha convertido en una "rápida y devastadora enfermedad". Algo que, a los fans de Galiardo desde aquel "Turno de Oficio" de los 80 o sus películas de galán de los 60 y 70, nos reconforta, porque nos lo podemos imaginar impaciente, camisa abierta y gritando: "Bueno, ¿qué?, ¿llega esa muerte o a qué estamos?".