jueves, junio 21, 2012

Gianni Bugno, entre la sombra de Coppi y la de Induráin



Amanecía en Luxemburgo y Gianni Bugno era un hombre derrotado. Vestido con el maillot arco iris de campeón del mundo, su preparación para ganar el Tour de Francia se había venido abajo en los 65 kilómetros que separaban la salida y la llegada de la primera contrarreloj larga de la edición de 1992. Pocos días antes, su equipo, el Gatorade, reforzado para la ocasión por Laurent Fignon y Peio Ruiz Cabestany, dos excelentes contrarrelojistas, había conseguido aventajar en más de medio minuto al Banesto de Miguel Induráin en la crono por equipos y el italiano estaba eufórico: “Esto me da moral”, dijo nada más bajarse de la bici y comprobar que aventajaba al navarro en 27 segundos.

Aquel 14 de julio de 1992, fiesta nacional francesa, la moral de Bugno reptaba por los adoquines. En la contrarreloj del día anterior había sido tercero, un puesto más que decente. El problema es que Induráin le había sacado 3´41” de ventaja, una diferencia completamente inesperada, histórica, irrepetible. “Induráin ha ganado el Tour”, decía Gianni a todo aquel que quisiera escucharle, cabizbajo, huidizo.

Al año siguiente, el equipo que le había traído a Fignon prefirió traerle a un psicólogo. No sirvió de mucho. Llegó Lac de Madine y Miguel Induráin volvió a sentenciar la ronda francesa. Forges, en una viñeta genial, sacaba la cara de un hombre descompuesto, con los pelos electrizados y la cara desencajada con un titular que leía: “El psicólogo del psicólogo de Bugno”. Era su sambenito: llegaba el momento cumbre y él se venía abajo. Aquello no era del todo justo con un hombre al que sencillamente las expectativas le habían superado: ganó el Giro demasiado joven, ganó Alpe D´Huez demasiado joven, fue campeón del mundo demasiado joven… ¿Cómo no pedirle que lo ganara todo?

Porque sencillamente no era posible. El bueno de Luis Ocaña se maravillaba en Antena 3 Radio ante la pose de Gianni en cada escapada, en cada contrarreloj: “Parece que no se moviera sobre la bici”, decía, y era verdad. Cuando Bugno, el gran Bugno, rodaba, daba la sensación de que alguien estuviera moviendo el paisaje a toda velocidad, una sucesión de familias, árboles, jóvenes exaltados y roulottes que pasaban difuminados mientras el transalpino se cuadraba sobre la bici y no movía ni un músculo.

Bugno era la elegancia igual que Chiappucci era la valentía, pero Induráin era un martillo pilón, una fuerza de la naturaleza contra la que era imposible luchar en igualdad de condiciones. La presión exterior pudo con él en demasiadas ocasiones, pero aun así ganó y ganó mucho. Puede que no tanto como los tifosi esperaban —“Gianni, facci sognare”, rezaban las paredes de los Alpes italianos cuando el Tour pasaba cerca de Sestrières— pero eso no era problema suyo sino de los propios aficionados.

Gianni suficiente hacía con sortear un divorcio, unas exigencias desmedidas y la horrible sensación de que, ganara lo que ganara, cada fracaso en el Tour eclipsaba el resto de una carrera maravillosa.

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