Amanecía en Luxemburgo y Gianni Bugno
era un hombre derrotado. Vestido con el maillot arco iris de campeón
del mundo, su preparación para ganar el Tour de Francia se había venido
abajo en los 65 kilómetros que separaban la salida y la llegada de la primera contrarreloj larga de la edición de 1992. Pocos días antes, su equipo, el Gatorade, reforzado para la ocasión por Laurent Fignon y Peio Ruiz Cabestany, dos excelentes contrarrelojistas, había conseguido aventajar en más de medio minuto al Banesto de Miguel Induráin
en la crono por equipos y el italiano estaba eufórico: “Esto me da
moral”, dijo nada más bajarse de la bici y comprobar que aventajaba al
navarro en 27 segundos.
Aquel
14 de julio de 1992, fiesta nacional francesa, la moral de Bugno
reptaba por los adoquines. En la contrarreloj del día anterior había
sido tercero, un puesto más que decente. El problema es que Induráin le
había sacado 3´41” de ventaja, una diferencia completamente inesperada,
histórica, irrepetible. “Induráin ha ganado el Tour”, decía Gianni a
todo aquel que quisiera escucharle, cabizbajo, huidizo.
Al
año siguiente, el equipo que le había traído a Fignon prefirió traerle a
un psicólogo. No sirvió de mucho. Llegó Lac de Madine y Miguel Induráin
volvió a sentenciar la ronda francesa. Forges, en una
viñeta genial, sacaba la cara de un hombre descompuesto, con los pelos
electrizados y la cara desencajada con un titular que leía: “El
psicólogo del psicólogo de Bugno”. Era su sambenito: llegaba el momento
cumbre y él se venía abajo. Aquello no era del todo justo con un hombre
al que sencillamente las expectativas le habían superado: ganó el Giro
demasiado joven, ganó Alpe D´Huez demasiado joven, fue campeón del mundo
demasiado joven… ¿Cómo no pedirle que lo ganara todo?
Porque sencillamente no era posible. El bueno de Luis Ocaña
se maravillaba en Antena 3 Radio ante la pose de Gianni en cada
escapada, en cada contrarreloj: “Parece que no se moviera sobre la
bici”, decía, y era verdad. Cuando Bugno, el gran Bugno, rodaba, daba la
sensación de que alguien estuviera moviendo el paisaje a toda
velocidad, una sucesión de familias, árboles, jóvenes exaltados y
roulottes que pasaban difuminados mientras el transalpino se cuadraba
sobre la bici y no movía ni un músculo.
Bugno
era la elegancia igual que Chiappucci era la valentía, pero Induráin
era un martillo pilón, una fuerza de la naturaleza contra la que era
imposible luchar en igualdad de condiciones. La presión exterior pudo
con él en demasiadas ocasiones, pero aun así ganó y ganó mucho. Puede
que no tanto como los tifosi esperaban —“Gianni, facci
sognare”, rezaban las paredes de los Alpes italianos cuando el Tour
pasaba cerca de Sestrières— pero eso no era problema suyo sino de los
propios aficionados.
Gianni
suficiente hacía con sortear un divorcio, unas exigencias desmedidas y
la horrible sensación de que, ganara lo que ganara, cada fracaso en el
Tour eclipsaba el resto de una carrera maravillosa.
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