miércoles, febrero 15, 2012

Nuestro Café del Pombo



Recogía a la Chica Langosta a la salida de su clase de inglés en International House y nos metíamos en un café de otra época, uno que quedaba justo detrás de las cataratas de los Teatros de la Villa, novelas de los cuarenta, todo el mundo muy serio, Alfonso Ussía leyendo el periódico, supongo que el ABC, solo, en una mesa, mientras nosotros charlábamos en la barra, los dos con 19 años, puede que 18, ella con su carpeta y sus apuntes en la mano, sin saber aún que pasaría parte de su vida en Estados Unidos.

Fue el año intermedio. Yo llamo así al año que pasó desde que salí del Ramiro hasta que empecé a salir con mi novia de los noventa. El estúpido año intermedio con su banda sonora de discos de Frank Black, sus sidrerías en Espíritu Santo, sus bares de siniestros, sus libros de Ray Loriga, su infinita tristeza... La Chica Langosta se sentaba en los bancos y me decía "Cuando tú vas al cine, o al teatro, tus padres te animan, se alegran, incluso te pagan la entrada... yo a los míos les tengo que mentir porque, para ellos, eso es perder el tiempo".

Lo que admiro de la Chica Langosta: su resistencia a perder el tiempo o a perderlo, pero siempre bajo sus condiciones. The record shows she took the blows but did it her way. No sé muy bien qué hacíamos en ese café. Visto desde la distancia no sé muy bien qué hacíamos, en general, supongo que estábamos muy solos y nos sentíamos mucho mayores de lo que éramos, así que lo único que podíamos hacer era esperar. Esperar juntos, Ussía en la distancia, nuestro "Café del Pombo" particular. Generación del 77. Tenemos 35 años y estamos locos.

En una fiesta, no recuerdo muy bien cuál, los adolescentes se metían speed y luego comprobaban las pupilas contra el espejo. Las risas, la distancia. En el cuarto, los chicos sensatos hablábamos de Isaac Rabin. Los chicos sensatos no queríamos saber nada del mundo que quedaba afuera y probablemente no fuera solo miedo lo que nos separaba de la cocaína y el sexo rápido en Xenon. Nosotros queríamos estar de vuelta, necesitábamos estar de vuelta, el camarero con su pajarita y su bata blanca. Su bandeja con brazo en ángulo de 90 grados.

Íbamos al Retiro y yo volvía con la nariz roja y una alegría enorme. Una alegría, ¿por qué, exactamente? Mi amor por la Chica Langosta era una finalidad sin fin. Una obra de arte. Cualquier cosa menos amor, vaya. Algo decadente, eso seguro.

Con el tiempo dejamos de ir a aquel sitio, creo que fue ella la que lo propuso. Puede que directamente propusiera dejar de vernos o al menos espaciar nuestros encuentros. Puede que sintiera que tenía que enfrentarse a la realidad y a sus espejos y que para eso era necesario huir de la estética. No lo sé. La mayoría de las cosas que quedan de la Chica Langosta no son sino recuerdos de una mente desestructurada. Recuerdos de cosas que pasaron hace 17 años, es decir, que no pasaron nunca. O que pasaron de cualquier otra manera.

Ussía había perdido unas elecciones a la presidencia del Real Madrid y yo había perdido mi adolescencia en algún callejón de Malasaña. Algunas de las cosas que sucedieron aquel año en realidad sucedieron el anterior. La mayoría sucedieron el siguiente. Aquel año fue un abismo, simplemente no existió. Todo volvió a la normalidad en octubre, puede que antes, en las fiestas del PCE. Dormía en casas ajenas y despertaba con chupetones en el cuello. Eso era algo y algo era mucho mejor que la tristeza.