martes, febrero 21, 2012

Los pastores del odio



Empecemos por algo muy frívolo. ¿Qué se les ocurre?, ¿Gran Hermano, por ejemplo? Muy bien, empecemos por Gran Hermano. Un ex concursante ha sido apaleado recientemente a la salida de una discoteca y ha perdido la visión de un ojo. Otra ex concursante fue apuñalada a primeros de enero a la salida de otra discoteca en Fuerteventura. Uno podría pensar que tampoco es ningún escándalo sino una cuestión de estadística: al ritmo de ediciones, pronto habrá más ex concursantes de Gran Hermano en este país que parados. Además, sus ingresos dependen de las discotecas y, en fin, quizá no sea el lugar más seguro para ganarse la vida.

En cualquier caso, voy a serles sincero: a mí Gran Hermano me da igual. Me puede fascinar la frivolidad pero no deja de ser un vicio solitario. Estudié cinco años de filosofía y muchos años de Oposiciones para poder permitirme algunos lujos probablemente innecesarios. No necesito aislarme en ninguna torre de marfil: en mi post-adolescencia coqueteé con la televisión basura y nunca me pierdo un partido del Barcelona o de Roger Federer, esto es así. No me vanaglorio de ello, simplemente lo constato.

Todo esto de lo que les hablo lo pueden llevar a su entorno habitual, sea el que sea, porque el fondo es el mismo: la agitación del odio. En los programas de corazón, desde hace más de una década, aquellos lodos de “Tómbola” y Canal Nou, se vive de azuzar las bajas pasiones de manera continua: el personaje famoso se presenta desde la burla, la decadencia, el ataque gratuito, elevar a lo más alto para después atizar lo más fuerte posible. Horas y horas y horas. La vida de los demás ya no pretende impresionarnos, pretende enfadarnos, pretende que pensemos “¿Por qué ellos sí y nosotros no?” y nos alegremos con cada una de sus desgracias.

O las protagonicemos en cualquier discoteca de pueblo. ¿Por qué no, quién nos lo impide?
El odio. No es una cuestión televisiva. Fíjense en cada campaña electoral. ¿Qué hacen los dos grandes partidos? Incitar a que no se vote al otro. Simplemente. Apelar a lo que hay de desprecio atávico en el votante para obligarle a no votar, a tener miedo, a lanzarse a la calle o a la urna con la cara descompuesta, “se van a enterar estos”. Ortega ya decía hace casi 100 años que el problema de este país –entre muchos otros- era “la acción directa”, es decir, esa tendencia de cada español a pensar que él puede solucionarlo todo sin mediadores. ¿Y qué mayor expresión del mediador que el político?

O las discográficas, ojo.

Que Ortega tenga razón, y la tiene, no evita las caricaturas. Los políticos se han convertido en despreciables. Unos a otros, me refiero. La agitación, el insulto, la mofa… la falta de reconocimiento del contrario como tal, convertido sin más en enemigo, no es un invento de la masa, es la clave de cualquier campaña. El papel del periodismo en todo esto es el habitual en estos tiempos: una simple cadena de transmisión. Garzón sí, Garzón no. Camps sí, Camps no. Rubalcaba-Chacón, Gallardón-Aguirre. La necesidad de tomar una postura radical ante todo, despreciando la realidad del tronco y las ramas.

A menudo mis amigos me reprochan que no tenga una opinión sobre cada caso concreto. Mi tibieza, por así decirlo. Mi desesperante lentitud, un proceso insostenible en términos económicos, que diría aquél. Yo entiendo esa necesidad de creer. Incluso la envidio. Simplemente, no me es posible compartirla, necesito razonar antes, tener los datos. Molestarme en analizar antes de gritar. Mourinho o Guardiola. Pepe o Xavi. El País o El Mundo. Losantos o Gabilondo. Tronistas o tertulianos.

Mande un SMS al número de su elección.

Ha llegado el momento en el que no insultar se ha convertido en defecto de “maricomplejines”, no ser un forofo en rémora de “pseudoaficionados” y no votar contra el enemigo en tara de nihilistas poco comprometidos. Luego llegan las navajas y las patadas. Tiene su lógica. Puede que en primera instancia la basura del contenedor ajeno nos resulte un problema de los otros.  Ya saben, el infierno. Pero no, pónganle el color que quieran que, con el tiempo, acabará oliendo todo igual.