Recibí la noticia de la herencia de mi abuela tumbado en una cama de una pensión de Las Ramblas mientras leía "Los detectives salvajes" de manera compulsiva. Fue una buena noticia porque no había plan B. Llegué a Barcelona arruinado, con unas decenas de euros en la cuenta y sin perspectiva alguna de trabajo, un libro publicado que no existía y una sucesión de cataclismos que generalmente me pillaban bailando Arcade Fire o Bloc Party.
Lo primero que hice fue llamar a la Chica Indecisa. Estaba en un barco amarrado al puerto. Había ido a comer con alguien, no sé con quién, creo que era alguien importante, alguien que tenía algo que ver con su profesión, sin poder determinar si se trataba de la fotografía, la música o la hostelería. Aquel hombre vivía allí, amarrado en su barco, pagando su alquiler de trozo de mar, supongo, o de trozo de cuerda, e invitaba a chicas a comer y pasar la tarde. Me pareció un tipo de vida bastante apetecible.
Cada tres años, aproximadamente, fantaseo con la idea de desaparecer del mundo y una tienda Quechua me sirve lo mismo que un yate o un chalet adosado. En ese sentido, no hago ascos.
Mi idea, en cualquier caso, era invitarla a cenar. Ahora tenía dinero: estaba ahí, en mi tarjeta. Habíamos pasado la noche en su casa. Yo dormía junto a la pared y cuando abría un ojo su codo me tapaba el resto de la habitación. Por la mañana encadené una sucesión de canciones de Emite Poqito que ella confundió con Nena Daconte. Compramos algo de desayunar, es decir, yo compré algo de desayunar y ella debió de comprar algo de comer, algo que llevarse al barco. Eran casi las dos de la tarde.
En la pensión esperaba el libro y la cama vacía de Pablo, que grababa disco en Badalona. La Chica Indecisa no sabía si cenar o no. Iba en su carácter, por supuesto. Me dijo que me mandaría un mensaje pero no lo mandó nunca. Hacíamos una buena pareja: nos perseguíamos por Gran de Gràcia y nos colábamos juntos en los vestuarios de las tiendas de ropa. Nos encantaba despedirnos en los pasos de cebra. Yo la quería menos de lo que ella creía pero mucho más de lo que ella me quería a mí. Esas cosas pasan. De hecho, había sido una noche extraña: ella habló de Austria y yo hablé de Valencia, luego caímos dormidos entre cajas de zapatos y vídeos de YouTube.
Antes de que llamara mi madre y me confirmara la transferencia había llamado Pablo para preocuparse. Creían que estaba en algún portal tiritando o en cualquier otra pensión con una cicatriz por riñón. Las exageraciones musicales. Yo solo creaba mi propia incierta memoria. Aquella noche cenamos en L´Hospitalet los cuatro, porque éramos cuatro. Era una pizzería, así que yo debí de pedir milanesa. Luego nos emborrachamos en L´Oncle Jack y tardamos horas en encontrar un taxi.
Pablo se quedó un día más, remezclas e historias, yo me fui la noche siguiente después de pasar la mañana y la tarde en el estudio. Aquello era cualquier cosa menos la grabación de un disco y sin embargo acabó siendo la grabación de un disco. Cuando llegué a El Prat, es más, cuando llegué a la puerta de embarque de mi avión, pensé en llamar a la Chica Indecisa y decirle que me quedaba. Una noche más. Que me quedaba con ella, que se olvidara de yates y yo me olvidaría de dientes partidos. Me pareció ridículo incluso para un lector de Bolaño, así que me limité a mirar el móvil esperando un milagro que aún no sé si sucedió o no.