Por tercera vez en cuatro años, el Barcelona jugará la final
de la Copa del Rey, una competición dejada a un lado desde la primera etapa de
Van Gaal y que vive ahora un nuevo esplendor bajo la dirección caníbal de Pep
Guardiola, dispuesto a no dejarse ningún título en el camino. La clasificación
se mide además por el nivel de los rivales: Osasuna, un buen equipo, en
octavos, y sobre todo, Real Madrid y Valencia en cuartos y semifinales,
probablemente los otros dos equipos más fuertes de España.
El partido de vuelta en el Camp Nou no dio para mucho. El
Barcelona jugó bien y en ocasiones muy bien. A veces, nos olvidamos de lo fácil
que lo hacen incluso cambiados todos de posiciones: Puyol de lateral,
Mascherano omnipresente, y Thiago de medio centro, probablemente el punto débil
del equipo, no porque al hispano-brasileño le falte calidad sino porque no
siempre la aprovecha de la mejor manera en una posición tan delicada: un par de
balones perdidos y unas cuantas faltas innecesarias por llegar tarde a la
presión dan fe de ello, pero es lo que hay en una plantilla con tantas bajas.
La gran decepción fue el Valencia. A pesar de salir con dos
delanteros –Jonas y Aduriz- y presionar muy arriba, la actuación de su defensa
y medio campo dejó mucho que desear.
Buena parte de las ocasiones del Barcelona –y fueron unas cuantas- provinieron
de errores infantiles en la circulación del balón entre los centrales, un
desastre, tanto Rami como Víctor Ruiz. El Barcelona pudo irse al descanso con
la eliminatoria sentenciada pero los continuos fallos de sus delanteros,
empezando por un Messi sensacional en tres cuartos y desconocido cara a puerta,
mantuvieron la contienda en el aire, al borde de un córner mal despejado, una
salida de Pinto equivocada.
De hecho, los porteros tuvieron mucho que ver en el
resultado: Diego Alves jugó un excelente partido, parando algunos balones de
inmenso mérito. Hasta nueve paradas le registraba Canal Plus en sus
estadísticas, una barbaridad. Sin embargo, su error en el primer gol es de bulto:
un pase en profundidad de Messi bota hasta dos veces en el área ante un portero
a media salida. Su falta de valentía la pagó con una pésima colocación que le
impidió reaccionar a la débil vaselina de Cesc.
Por parte blaugrana, Pinto se mostró muy inseguro en todos
los saques de esquina, tuvo una salida lamentable que casi provoca un gol de
Jordi Alba… pero sacó dos piernas magistrales y una mano portentosa cuando el
partido se acercaba al final. El peligro del Valencia en el área fue mucho
mayor del que causó en el resto del campo. Con el Barcelona pasó lo contrario:
sus triangulaciones, sus movimientos sin balón, su presión constante se vieron
afeados por un desacierto ante la portería que recordó por momentos al partido
del sábado ante la Real Sociedad.
Puede que tenga que ver con la ausencia de un nueve puro o
puede que sea mala suerte. Lo normal es buscar una explicación intermedia que
aúne ambas opciones.
La segunda mitad trascurrió lentamente, sin estridencias: al
Barcelona le valía el 1-0 para clasificarse y al Valencia no le disgustaba la
posibilidad de llegar al final del partido a un solo gol de la prórroga. Pobre
recurso. La pifia final la puso Feghouli, muy acelerado todo el encuentro, con
una falta absurda sobre Puyol, codo por delante, que le costó una segunda
amarilla que terminó de hundir a su equipo.
Con diez sobre el campo, el Valencia aún podía confiar en
una carambola, un rechace, un contraataque… el Camp Nou se presta a ello. Lo
que no podía es, a la vez, contener el ataque barcelonista. En una nueva jugada
de combinación, el balón pasó de Cuenca a Cesc y de Cesc, al primer toque, a
Xavi, ya dentro del área, sin oposición alguna, listo para romper el balón y
conseguir el 2-0, el gol que tanto se le había resistido a Messi.
Por supuesto, el 2-0 acabó con el partido. Quedaban 10
minutos y ninguna esperanza de reacción. Ni el Barcelona quiso más –Dani Alves,
desquiciado, estuvo a punto de ganarse en cinco minutos una tarjeta roja que le
hubiera apeado de la final- ni el Valencia optó por la heroica, manteniendo su
conservador planteamiento. La clasificación del Barcelona, la lucha por su
decimocuarto título en apenas cuatro años, ya era un hecho. Para mayo queda un
mundo y en medio se han perdido buena parte de las opciones de liga, pero el
caso es que, tras ganar la Supercopa de Europa y la de España y el Mundialito
de Clubes, la idea de jugar otra final cuando sigues vivo en la Champions
League bien oculta una trayectoria liguera mejorable.
De los tres grandes títulos, sin duda la Copa es el menos
prestigioso, pero cuenta, vaya si cuenta, especialmente si no tienes nada más a
lo que echar mano. Un equipo ganador necesita seguir ganando. Sea a lo que sea.
El Athletic de Bilbao no se lo pondrá tan fácil como hace tres años.