Joaquín me explica que es camarero y trabaja "para la madera", así que sus amigos le cuelan en todos los conciertos, partidos de fútbol, corridas de toros... Tiene 40 años y va algo borracho y, sobre todo, está muy enfadado: "Esto no es Madrid, fíjate, nadie se mueve" y señala las primeras filas de un abarrotado Palacio de Deportes, justo tras las vallas que separan el escenario del público.
Estamos en la zona de Invitados VIP, aunque ninguno de los dos somos VIP, desde luego. Él es un infiltrado y yo soy un periodista. Estoy invitado de milagro, la chica de prensa se limitó a arrojar la entrada por el hueco de una ventana ya cerrada con un gesto de fastidio.
Fito aparece pequeño, muy pequeño, cuando se mira al escenario, rodeado de una banda impresionante y con un sonido que no hace recordar al antiguo Palacio, todo mucho más compacto, más unido, como un equipo de Mourinho. Sin embargo, aparece enorme cuando se mira a la pantalla gigante que han instalado, dando un aire de "big band" a todo el espectáculo.
La gente no se mueve, es cierto, pero hablamos de más de 10.000 espectadores que cada tres por cuatro convierten la pista en un curioso mar lleno de luces -las cámaras digitales, los móviles- chispeantes. Cuando Fito les pide que aplaudan, aplauden como locos. Cuando toca una canción lenta, a las luces chispeantes hay que añadirles las fijas de los mecheros.
Rock and roll a la vieja usanza.
Joaquín me ofrece algo de fumar pero yo digo que no y él sonríe y dice "tienes pinta de no fumar". Hay que tener cuidado con las apariencias, desde luego, pero no me voy a poner a discutir en medio de "Rojitas". Si quieren que les diga una cosa, he venido sólo para oír "Rojitas" por una especie de melancolía eterna. Cuando la canción acaba, me despido chocando los cinco y le digo que me voy.
No es verdad. Me quedo un rato más, desde otra posición, más alejada, Fito aún más diminuto. Todo el mundo berreando "Quiero beber hasta perder el control". Los grupos crecen y decrecen, es imposible determinar los puntos de inflexión. De lo que sí estoy convencido es que, para Fito y compañía, habrá un antes y un después de estos dos conciertos en el Palacio de los Deportes. Un antes y un después de la pantalla gigante, las cámaras digitales, los aplausos enfervorizados, las cámaras chispeantes y las 25.000 personas coreando su nombre en días consecutivos.
Incluso el rockero más duro tiene un corazoncito.