Recuerdo la última gira de Los Rodríguez y Joaquín Sabina. La recuerdo desde fuera, botando en la plaza de Las Ventas, con miles de cabezas delante y el cuerpo de T. demasiado cerca, en unas fiestas del PCE, unos días después, el mismo entusiasmo, la misma entrega.
La recuerdo desde dentro, también. Desde la habitación de Andrés Calamaro, viendo el Argentina-Nigeria, final de los Juegos Olímpicos de 1996, su afán por parecer mucho más de lo que era en todos los aspectos. Un talento enorme en fase de autodestrucción.
Era un grupo en ruinas pero eso sólo lo sabían ellos. Durante años, hasta la muerte de Julián Infante –autodestrucción, de nuevo- en 2000 se especuló con su retorno, pero era absurdo. “Hasta luego” era un disco demasiado bueno. Los Rodríguez fue un grupo pensado para acabarse, estética rock en el peor sentido. No había mejor final posible.
Con todo, siguen siendo mi adolescencia, tanto como Nirvana, por ejemplo. La primera maqueta, presentada por Pancho en 1990 –“mis amigos me dijeron Andrés...”-, las fiestas de San Mateo en Cuenca, en 1993, recuerdos de primeras novias y primeros besos al ritmo de “Mucho mejor”, 1995-96.
Si se piensa, es complicado hacer tanto en tan poco tiempo. El asunto era explotar. De manera elegante, pero explotar. Y, después, intentar no dejar demasiado olor a quemado. Eran los 90.