Tiene
treinta y dos años y las rodillas destrozadas pero sigue sintiendo el
miedo y el respeto a su alrededor. Después de un año casi en blanco,
acaba una temporada 1992/93 que no le ha ido nada mal a Audie Norris:
doce puntos y nueve rebotes en treinta minutos de juego. No es una
barbaridad, no son los dieciséis y diez de la 1989/90, el apogeo de su
carrera en el Barcelona, pero él nunca fue un jugador de números, ni
siquiera en esa época: eso se lo dejaba a los Solozábal, Epi, Sibilio, Jiménez y compañía.
Norris
era el hombre que lo hacía posible. El facilitador. El hombre que daba
las ligas, camiseta interior roja bajo tirantes azulgrana. Su dominio
apabullante no era un dominio de SuperManager, no era un dominio Tanoka
Beard, era cualquier otra cosa: el dominio del físico, de la
agresividad… la seguridad de que el tiro de tres metros con las manos
muy por encima de la cabeza acabará en canasta. La seguridad de que el
rebote ofensivo será suyo y machacará el aro a una mano. Eso era Norris:
certezas. De hecho, todo aquel Barcelona de los 80 era un cúmulo de
certidumbres, de seguridad. Un equipo hecho a la medida de Aíto García Reneses, donde nadie brillaba demasiado y nadie fallaba nunca. Un rodillo.
Eso, al menos, hasta la eclosión del Joventut de Badalona. Es curioso: les quitaron a Montero por un dineral pero les regalaron a Ferran Martínez
y el vecino pobre se puso a ganar títulos como loco: una liga, dos
ligas, una final de Liga Europea… Norris cumplió los treinta años pero
ese no fue el problema: el problema fue que también los cumplió Epi, que
los cumplió Solozábal, que Aíto se cansó de perder Final Fours o el
público se cansó de que Aíto las perdiera… y que no había sucesión.
Pareció haberla, con José Luis Galilea, Lisard González, Roger Esteller, Oliver Fuentes, Jose Antonio Paraíso…
pero no, no la había. Quedó un puente estrechísimo tendido entre el
pasado y el futuro. Un puente de dos pilares: Jiménez y Norris… solo que
Norris se rompió la rodilla y el puente se vino abajo.
Y ahora, en el vestuario del Olímpico de Badalona, el mismo vestuario que nueve meses atrás usaran Bird, Magic, Petrovic, Jordan, Sabonis…
todo tiene un aire a último baile. Acaba de terminar el quinto partido
de la semifinal contra el Joventut, y el Barcelona ha perdido. Aíto está
de nuevo al mando, después del experimento Maljkovic, y
en la mente de todos los jugadores queda la oportunidad perdida en el
Palau Sant Jordi, apenas dos días antes, cuando pudieron sentenciar la
eliminatoria y meterse en la final tras un año aciago.
Al
menos lo han intentado, pueden decirse. Al menos no se entregaron
cuando el Joventut se puso once puntos arriba y el público cantaba el
pase a la final. Al menos hizo falta que Jiménez se trastabillara al
intentar el último contraataque para que el rival respirara tranquilo.
Cuatro años de finales del Joventut de Villacampa, Jofresa, Corney Thompson
y compañía. Al menos, y esto puede ser una buena noticia, los chavales
no se han rajado: Fuentes, ocho puntos; Montero, trece; Galilea,
solvente desde el banquillo. Por jugar, ha jugado hasta Almeida, aunque sean solo unos segundos.
Muchos
buenos indicios pero los indicios no bastan y a Norris le duele. «Al
principio de temporada, el objetivo era entrar en Liga Europea, así que
hemos cumplido», dice a la prensa sin acabar de creérselo, una vez que
el Estudiantes cae definitivamente con el Real Madrid en la otra
semifinal. A Norris le queda una cuenta pendiente y es la cuenta de
Sabonis. Norris quiere demostrar que el zar sigue siendo él. Que ya no
puede ser más fuerte pero puede ser más listo. Que Sabas tiene más
centímetros y más talento, pero él tiene más valor y puede trabajar el
doble. ..
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