Milán nos resulta una ciudad inhóspita desde el principio, la misma llegada al hotel, donde el recepcionista pretende ser amable pero no lo consigue. Un querer y no poder que se extiende en discusiones por el Wi-Fi, por el aparcamiento y por lo que haga falta. Pretende ayudarnos, eso queda claro, pero también queda claro que le molesta tener que ayudarnos y todo es rápido, malhumorado, en un inglés apresurado para que la cosa acabe cuanto antes y pueda volver a su Gazzetta dello Sport. Esta noche juega el Milan en San Siro, a pocos metros, quizás incluso tenga entradas.
Aparte de la gente, están los mosquitos. A la Chica Diploma la masacran, pero eso no es novedad. Lo que es novedad es que me masacren a mí también. En Suiza lo tolero, en La Spezia, pase... pero en las afueras de Milán, ¡hombre, hombre! Eso ya sí que no.
Así que nos despertamos el domingo -la Chica Diploma no llegó a despertar el sábado sino que lo dejó para la mañana siguiente, casi doce horas del tirón- y a mí me pica el brazo y a ella le pica el ojo y en el desayuno un tipo muy desagradable nos mira como si fuera marcianos cuando pedimos algo sin gluten y me habla con desprecio total cuando le pido un descafeinado con leche. "¡O con leche o descafeinado!", dice, malhumorado, para añadir después que de todas maneras descafeinado no hay. Tampoco hay bollos. El bar de al lado está cerrado todavía.
Como la ciudad y su gente no tiene mucho más que ofrecernos decidimos ir yendo a Malpensa, porque aunque sea el aeropuerto de Milán en realidad es mucho más el aeropuerto de Varese o incluso el de Como, y en los semáforos la gente nos pita y en el peaje el cobrador se enfada porque tardamos mucho e incluso en el aeropuerto al de Iberia, que nos ha hecho esperar dos horas hasta que se ha dignado abrir los mostradores, decide que no le gusta cómo estamos haciendo la cola, por no hablar de la cafetería donde pretendemos comer y donde la palabra "gluten" vuelve a ser un auténtico misterio para ellos.
Extraña todo esto porque todo ha sido asombrosamente fácil en pueblos pequeños, casi desconocidos, donde todo el mundo estaba a tu disposición para echarte una mano. La Chica Diploma ve el lado bueno de las cosas y decide que es la manera que tiene Italia de echarnos y que no nos duela, es decir, que nuestro mensaje sea: "Ya está bien de picaduras y borderías, volvamos de una vez a casa". Y es lo que hacemos. Y es raro. Mis padres nos recogen en Barajas -para rematar la faena, Milán nos despidió con lluvia- y pocos minutos después entras en tu casa, en tu hogar conyugal, con el poster que me regalaron mis tíos en el sofá, con el regalo de Fer Cabezas sobre la mesa, con las maletas por abrir, todo tan cercano, tan rutinario... y a la vez tan apetecible porque es bueno dar vueltas pero también es bueno pararse de vez en cuando porque si no te mareas.
Y lo que hay que hacer ahora es poner pies en la tierra, fijar objetivos, respetar agendas y recomponerse un poco para empezar algo nuevo. Algo distinto, nuevo y que merezca la pena. El antes y el después empieza hoy. O mañana, que hay que respetar el cansancio.