En algunas ciudades, la belleza se convierte en una profesión más, algo casi rutinario con lo que ganarse la vida. Así, por ejemplo, en Milán, donde todo el mundo es alto y guapo y pasea del brazo de alguien aún más alto y más guapo, calles donde todo parece preparado para una secuela de "Acción Mutante".
Milán con sus contrastes brutales hasta el punto de que parece normal que aquí empezara Berlusconi su desparrame, el mismo que ha provocado hoy la caída de un nuevo gobierno en Italia.
Milán y sus estratos: los turistas, en el Duomo y la Galería Vittorio Emmanuelle, procurando no molestar demasiado; la gente bien, la gente guapa de verdad, los que viven en otro planeta -la Chica Diploma cree reconocer a David Duchovny parapetado tras un inicio de calvicie-, en las calles donde las puertas de las joyerías son protegidas por vigilantes privados que rozan lo paramilitar y negros muy elegantes las abren para sus clientes blanquitos, rubios, espigados, andando como solo anda quien lleva una vida en una pasarela.
Hay algo sucio en todo esto. Sucio en lo obvio. Una suciedad berlusconiana en la que las élites se ve que se han puesto como paradigma la Atlanta del siglo XIX y ven divertido que un negrito le abra la puerta de la joyería. Yo nunca he odiado a los ricos pero en muchas ocasiones he odiado a los guapos, y quien decidió este exotismo de dependientas asiáticas y porteros africanos, seguro que tiene algo de lo peor de ambos mundos.
Luego, aparte de turistas y multimillonarios, queda la ciudad desnuda, con su fealdad, su pobreza y sus mismos subsaharianos vendiendo en masa bufandas del Milan en las inmediaciones de San Siro, donde queda nuestro hotel. Carteristas sin complejos. Yonquis. Borrachos. Pobres como ratas. La burbuja que explota, la bocina que pone fin al simulacro.
Es curioso porque esta mañana seguíamos en Suiza, visitando Lugano. Todo muy en orden: casi la misma proporción de belleza incluso más variada, nuestro FIAT Punto intimidado en medio de una colección de cochazos en el parking, un lago enorme sin barcos apenas, ni molestias, solo paisaje. Funiculares que no funcionan, bares que no necesitan abrir de día... Lugano es una ciudad tan rica que no le hace falta demostrártelo, lo lleva con una naturalidad pasmosa. La decadencia en estado puro y a la vez tan irresistible...
Quizás toda esta mezcla de perfumes -todo en Lugano huele bien, todo en la Vía Venezia huele bien- y realismo sucio sea lo que hace que a mitad de la tarde me dé un ataque de ansiedad. Síntomas stendhalianos con causas muy distintas. Simplemente estoy confuso, superado, agotado... Con miedo, incluso, descolocado. El metro de Milán es sucio y con pintadas, más aún cuando se acerca al suburbio de la feria y el estadio. Volver a nuestro lugar, al que nos corresponde. Nuestro Coslada, nuestro Barrio de Prosperidad. Tumbarme en la cama a leer a Phil Jackson, acariciar a mi mujer hasta que se queda dormida a las ocho de la tarde y ver en el Canal 24 Horas que Marian Álvarez anda por ahí ganando Conchas de Plata.
Pensar en Marian en San Sebastián, allá por 2008, cafés en los Príncipe con Roser Aguilar y pase de "Lo mejor de mí" en primera fila, los dos comentando la jugada. Marian en Medina pidiendo canciones de los Pixies, con David Pinillos, con Xenia Tostado, con el gran Emiliano... Sentir una nostalgia inmensa por no estar ya ahí, por no ser yo el que reseña la película, el que abraza a la ganadora, el que se hincha a pintxos mientras veo el derby en un txoko... La Chica Diploma sigue durmiendo. En cuanto se despierte le tengo que recordar que me prometió que volveríamos.