Juntos en la terraza, la Chica Diploma se echa a llorar. No de una manera melodramática o convulsiva, no, un llanto de ojos rojos y lágrimas esporádicas, un llanto que ella resume en una canción de Love of Lesbian: "Ya está, ya hay paz, ya hay paz...". Efectivamente, hay paz en la terraza del hotel Serpiano, albergue alpino fuera de temporada, un tres estrellas en lo alto del Monte de San Giorgio, cantón italiano de Suiza, con parking, desayuno e internet incluidos a un precio ridículo.
Lo que tenemos enfrente es ni más ni menos que el lago Como, extendiéndose al paso con sus villas, sus pueblos, sus iglesias en las orillas o en mitad de cualquier colina. Al fondo, bordeándolo todo, como en un sueño, unas montañas enormes: los Alpes en medio de una niebla, aún sin descubrirse. Lo bello y lo sublime. La naturaleza. El llanto.
Sí, ya hay paz. Después de 36 años llego al lago Como con la mujer a la que amo y con la que me acabo de casar. Seguro que hay mil sitios sobre la tierra más espectaculares que los lagos suizos y mucho menos decadentes, pero yo soy un hombre decadente, muy decadente, incluso en el sentido nietzscheano del término, y solo el conocimiento de ese instinto natural me permite esquivarlo de vez en cuando.
Por lo demás es un sueño que ya tuve, que ya intuí: hace cuatro años, tirando junto a Inés piedras al lago de Grand Teton. Entonces ya escribí: "Uno se siente aquí como si estuviera en Suiza" pero yo no había estado en Suiza. Borges lo definió como "un grupo de italianos, alemanes y franceses que decidieron dejar de ser italianos, alemanes y franceses para pasar a ser suizos". Es una definición prodigiosa porque el único punto de unión de Suiza es su pragmatismo, llevado a menudo hasta el escándalo, hasta lo obsceno de la ilegalidad.
Suiza, la Suiza italiana, que por lo que me han dicho es la menos Suiza de todas, desde diferentes ángulos: en la habitación pero también en la terraza, donde las vistas son aún mejores y el día se empeña en atardecer. El mundo como una miniatura, como un videojuego, la percepción de que todo eso, toda la naturaleza te pertenece. Suiza es la corrupción del hombre porque además de lo real puede creer que posee lo ficticio, que el mundo en toda la extensión de la palabra, es suyo.
Por supuesto, eso es falso, pero qué importa. Hemos poseído la belleza de todas las maneras posibles, a nuestro antojo, recorriéndola en el espacio y el tiempo, en la catedral y la plaza, en el valle y la montaña, en el tren y el barco, la playa y el mirador. Todo ha sido nuestro durante diez días y ahora es nuestra incluso la villa de George Clooney, valiente tontería.
Y aunque sepamos que todo es mentira, que la carroza se convertirá en casa alquilada de Planetario, que los caballos serán trabajos mal pagados en una ciudad agobiante y que nadie se dejará un zapato en ningún lado -y si lo dejáramos, ¿quién nos perseguiría para devolvérnoslo?-, aunque sepamos que el simulacro es la esencia de todo, decidimos creerlo y asumirlo y pensar que sí, que ya hay paz, que hemos llegado... aunque sepamos que, dentro de cinco días, a las siete y poco, no doblarán las campanas de Manarola sino la alarma del iPhone.