Hannah Arendt, en esa maravilla de la crónica histórica-política-jurídica que es “Eichmann en Jerusalén”, advertía contra la auto-inculpación de la sociedad alemana como conjunto a la hora de recordar los crímenes del régimen nazi. Está bien lo de decir “todos somos culpables”, venía a explicar Arendt, pero el problema es que si todos somos culpables perdemos la perspectiva de quiénes fueron los culpables de verdad.
Algo parecido está pasando en España con un cierto discurso autocompasivo: “Vivimos por encima de nuestras posibilidades”, dicen los medios de comunicación y los grupos de presión para que el españolito de a pie interiorice su culpa. “Pedimos préstamos que no podíamos pagar”, se repite, como si hubiéramos robado ese dinero o hubiera caído del cielo. “Todos hemos vivido en una burbuja estos años”, se insiste, para diluir las culpas en una especie de conmiseración nacional.
Voy a empezar por el principio. Niego la mayor. Puede que España como país haya vivido por encima de sus posibilidades, con sus decenas de aeropuertos sin tráfico, sus construcciones megalómanas, sus 400 euros de regalo sin discernir antes quién los necesitaba y quién no, como una empresa que reparte dividendos entre sus accionistas… Otra cosa es que los españoles hayan vivido por encima de esas posibilidades y desde luego otra cosa aún más diferente es que sea culpa suya.
Yo sé que cuando se insiste en este discurso no se está hablando de mí. Yo y mi piso alquilado de 25 metros cuadrados, mi condena al mileurismo. Ni de mí ni de tantos como yo que no vimos ni una ventaja en los años de vacas gordas y ahora se nos piden hombros y cinturones en los de vacas flacas.
Entiendo que el mensaje va dirigido a los que se metieron en hipotecas imposibles con sueldos precarios, los que aprovecharon ese crédito para comprar de paso un coche o un paquete de vacaciones o simplemente unos muebles más caros o un colegio privado para los niños.
Es decir, los que hicieron lo que todo el mundo les decía que tenían que hacer.
Tengamos memoria: durante años este país se llenó de anuncios grotescos, de publicidad brutal anunciando hipotecazos, creditazos, todo a su medida, no se preocupe, no sea tonto, pídalo que se lo damos… Imaginen al trabajador o a la trabajadora media que, sentados delante de su televisor, ven día tras día, mes tras mes, toda esa exhibición de derroche y ese canto de sirenas: “Todo esto es tuyo, solo pásate por tu sucursal” y luego la imagen del director sonriente, la familia sonriente, el constructor sonriente, todos contentos y en paz.
Súmenle a esa avalancha publicitaria —correos individualizados, llamadas por teléfono, anuncios en prensa, en radio, en televisión, antes de las películas en los cines…- la complacencia de los políticos, su confianza en que todo va bien, todo crecerá, sus apelaciones a la “Champions League” económica… ¿De verdad podemos ahora echarle la culpa a ese albañil o a ese reponedor o a esa teleoperadora por no saber descifrar bien los mensajes? Hay que ser serios en esto: ¿Tienen ellos la culpa de creerse lo que llevaban años diciéndoles, no ya los amigos, sino economistas prestigiosos, grandes empresas, grandes bancos, políticos presuntamente solventes?
Pues se conoce que sí. Vivieron por encima de sus posibilidades y ahora se quedan sin coche, sin casa y con una deuda de por vida. Y es culpa suya, recuerden. No del licenciado en económicas, director de sucursal, que ofreció y concedió un préstamo imposible con unas condiciones inasumibles, sino del teleoperador. El teleoperador tiene la culpa de no saber que cuando todo el mundo le decía que hiciera algo en realidad le estaban diciendo “no lo hagas, puede ser peligroso”.
Bien, parte de eso puede ser cierto. Una ración de autocrítica siempre viene bien y sirve para aprender. Pero quedarse en eso, en un “fue culpa nuestra” resignado no ayuda en nada a que los verdaderos responsables —los verdaderos irresponsables, quiero decir- se sientan de verdad culpables y no repitan todo esto otra vez. Que lo harán, porque las sirenas es lo que tienen, pero al menos la próxima vez pidamos un buen palo donde atarnos o al menos algo de cera para los oídos.
Artículo publicado originalmente en el diario "El Imparcial", dentro de la sección "La zona sucia"