El tiempo es injusto. Durante años, Emilio Butragueño no fue solo un jugador de fútbol, sino una marca nacional. Puede que fuera por su exótico apellido, reminiscencias bandoleras, o por su tendencia a destacar en partidos internacionales, pero los 80 fueron tan suyos como lo fueron de la Bola de Cristal o de Mecano. Butragueño era puro pop, testículos al aire en portada de Diario 16, cara de niño, rubio y callado, excelente alumno, canterano madridista llamado a dar nombre a una quinta gloriosa, la quinta que instaló a Mendoza en la Cibeles con sus cinco ligas consecutivas.
La quinta que acentuó todos los complejos barcelonistas robando cualquier narrativa: no solo ganaban, sino que jugaban mejor.
La consagración de Butragueño hay que buscarla en Europa. 12 de diciembre de 1984. “El Buitre” tiene 21 años y discute titularidad con los Juanito, Valdano, Santillana y compañía. No son buenos tiempos para el Madrid, ni mucho menos. Su última liga se remonta a cinco años atrás y Amancio está a punto de dejar el banquillo en manos del eterno Luis Molowny. A una pobre actuación en el campeonato local se une un resultado penoso en la Copa de la UEFA. Ya es suficientemente triste que el Madrid juegue la UEFA como para que encima el Anderlecht te meta un 3-0 en su campo todavía en octavos de final.
Aún no habían llegado los tiempos del miedo escénico y la garra de Juanito. Los noventa minuti son molto longo. Era un equipo inseguro condenado a la eliminación hasta que el chaval rubio decidió liarla parda en una primera parte de escándalo: después del gol de Sanchís a los dos minutos, Butragueño marca su gol a los 16 y cede a Valdano para igualar la eliminatoria en tiempo récord. El gol de los belgas no sirvió de nada: Butragueño se inventó otra asistencia y otros dos goles. En 49 minutos firmaba su primer hat-trick y culminaba el 6-1 definitivo.
El Real Madrid ganaría esa edición de la UEFA y la siguiente, ya con Hugo Sánchez, Gordillo, Maceda y compañía en la plantilla.
Sin ser un goleador, Butragueño dominaba el área como nadie. Marcaba los tiempos. La parada y la carrera. El regate. Al principio, Butragueño era un regateador por excelencia, un Onésimo precoz de internada por la banda y pase atrás. Con el tiempo afinaría el remate, la llegada, el desmarque… Por supuesto, todos recordamos Querétaro y los cuatro goles a Dinamarca, una goleada tan espectacular como inútil pero que le valió un Balón de Bronce en tiempos donde el fútbol español no existía para los redactores franceses.
Butragueño era la modernidad, era el cambio, era la movida. Butragueño, Sanchís, Míchel, Martín Vázquez y el exiliado Pardeza, condenado de por vida a esos montajes fotográficos del Marca o el As cada vez que el Zaragoza llegaba al Bernabéu. Julio Iglesias, Espartaco y Butragueño, no necesariamente en ese orden. Butragueño y Tierno Galván. Butragueño y Valdano. Butragueño marcando goles imposibles al Cádiz…
La “quinta del Buitre” tuvo una relación muy extraña con la Copa de Europa. Aquel equipo se diseñaba todos los años para ganar la máxima competición y todos los años algo raro se interponía. Allí no valían las remontadas que valían en la UEFA. No convenía ser perezoso y ese Madrid tenía un punto de pereza en los laureles que incomodaba al aficionado en los grandes partidos. Remontadas ante el Inter, el Borussia Mönchengladbach, el Estrella Roja… y decepciones improbables en las eternas semifinales. El Real Madrid siempre era el máximo favorito y el título se escapaba como arena entre los dedos. En 1987, el primer año de la Quinta al más alto nivel europeo, el Bayern de Munich abrió la penúltima eliminatoria con un 4-1 y ahí no hubo espíritu de Juanito que valiera. No pareció importar, habían pasado seis años desde la final de París y todos tenían la sensación de que algo nuevo empezaba. Algo grande.
El sorteo del año siguiente deparó una primera ronda frente al Nápoles de Maradona, campeón italiano. Aquello era empezar duro. ¡Primera ronda! 2-0 en el Bernabéu en un campo vacío, los gritos de apoyo a Solana en todos los televisores: “¡Chuchi, Chuchi!”, gritaba el cuerpo técnico como el que vende walkmans en el Rastro, y 1-1 en San Paolo. Segunda ronda contra el Oporto, vigente campeón de Europa aunque ya sin Futre, vendido al Atleti: 2-1 en el Bernabéu y 1-2 en Das Antas, cortesía de Paco Llorente Gento. En cuartos, repitió el Bayern de Munich, el temible Bayern de Matthäus, con el pisotón de Juanito aún en la memoria. Aquello era una carrera de obstáculos que el Madrid seguía sorteando, esta vez con los deberes bien hechos en Alemania (3-2) y la resolución en casa (2-0).
Era el año de la Séptima, estaba en los escritos. La famosa Séptima soñada desde los tiempos de los ye-yes. Parecía justo que la levantara esa generación mágica, canterana y pija a la vez, de discoteca y traje de Emidio Tucci. En el bombo de semifinales, junto al Madrid, quedaban tres equipos: el Steaua de Bucarest, el Benfica y el PSV Eindhoven, que había llegado a esa ronda por penaltis ante el Girondins de Burdeos.
Cuando tienes las muescas de Maradona, Madjer y Rumenigge en tu revólver, ¿qué puedes temer de rumanos, portugueses y holandeses?
Tocó el PSV, equipo con nombre de cooperativa. La ida, en el Bernabéu. La confianza por las nubes, los billetes a Sttutgart en el bolsillo… Todo empezó a tomar sentido a los cinco minutos cuando Hugo Sánchez se inventó un penalti de Van Breukelen y convirtió el 1-0, el rostro de Guus Hiddink tenso en el banquillo, como esperando una goleada de aúpa. Una goleada que nunca llegó. El Madrid dominó el juego y el PSV dominó la contra. A los 20 minutos, desastre total, Linskens recibe solo y su tiro hace un extraño en la hierba que despista a Paco Buyo. 1-1 y 70 minutos por delante. 70 minutos de descontrol y rabia que no sirvieron para nada.
La vuelta en Eindhoven fue un “quiero y no puedo”. Dominio absoluto, pléyade de delanteros desplegada por Leo Beenhakker y Van Breukelen sacando un balón tras otro para confirmar el 0-0 que eliminaba al Real Madrid. Esa era la Copa de Europa de Butragueño y de alguna manera todos lo sabíamos. No pudo ser. El PSV se llevó el título por penaltis, miserables penaltis, después de un nuevo empate a cero ante el Benfica.
Tras el desastre holandés, aún llegarían tres participaciones más en la Copa de Europa, pero el tiempo del Madrid había pasado. En 1989, después de eliminar, esta vez sí, al PSV de Romario en cuartos de final con gol en la prórroga de Martín Vázquez, los blancos se enfrentaban al Milan de Arrigo Sacchi. La trayectoria de los italianos no era demasiado impresionante: eliminaron al Estrella Roja por penaltis en octavos y sufrieron lo indecible en cuartos de final ante el Werder Bremen. En el partido de ida, de nuevo en el Bernabéu, la cosa acabó empate a uno y sí, aquel equipo apuntaba maneras pero nadie imaginaba lo que pasaría en San Siro dos semanas después; aquel doloroso, humillante 5-0. Un fin de ciclo como dios manda, presión en todo el campo, llegadas en tromba, goles de Ancelotti por toda la escuadra…
Ese partido acabó con la Quinta del Buitre. Sí, cayó la liga de aquel año y la del siguiente, pero no se volvió a saber nada de Butragueño y sus chicos en Europa. En 1990, de nuevo el Milan se cruzó en el camino, esta vez en octavos y con Toshack ya en el banquillo. La temporada fue un despliegue de goles sin sentido: otra liga de paseo y otra decepción europea. Lo del año siguiente mejor ni mencionarlo: la lesión de Hugo Sánchez, la marcha de Martín Vázquez… ni siquiera el mejor año de Butragueño como goleador, pichichi con 19 goles —lo que ahora consiguen Cristiano Ronaldo o Messi en poco más de tres meses— sirvió para acercar al equipo al Barcelona de Cruyff o para pasar los cuartos de final de la Copa de Europa, incluyendo una humillante goleada en casa a manos del Spartak de Moscú.
El pichichi de Butragueño fue a la vez el final de su esplendor. Tenía 28 años pero todo el mundo se había hartado de él. Los aficionados que alababan su elegancia criticaban ahora su incapacidad para meter la pierna. El Mundial del 90 fue de espanto; a los dos años, Clemente lo apartaría definitivamente de la selección y en 1993, Raúl lo sacó del once inicial en su propio equipo. Con 31 años se fue a México, harto de tanta sobre-exposición. Los noventa, siempre tan crueles con los ídolos ochenteros. Cuando parecía que nadie de su Quinta acabaría ganando jamás una Copa de Europa apareció Mijatovic y tumbó a la Juventus. El central titular de aquel equipo seguía siendo Manolo Sanchís, el jugador que iniciara la remontada contra el Anderlecht catorce años atrás.
Butragueño ya se había retirado en el Atlético Celaya.
Artículo publicado en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"