Más o menos sé cuándo empezaron a llamarme Guille de manera cariñosa. Creo que siempre ha sido así en mi familia y lo agradezco. Mi nombre viene de Guillermo Brown, el héroe de los cuentos ingleses, "Guillermo y los proscritos". En realidad, por tanto, yo siempre he sido William, me lo llamen o no mis alumnos. Mi origen es inglés. Si hubiera sido chica, eso mantiene mi madre, me hubieran llamado Celia, que es un nombre contra el que no tengo nada específico pero me parece mejorable.
Lo mismo me pasa con Guillermo. Siempre me he sentido incómodo siendo Guillermo. Supongo que como a todos los que hemos crecido con diminutivos, el nombre completo nos suena a regañina, la fórmula de nuestros padres o nuestros abuelos de dirigirse a nosotros cuando habíamos hecho algo malo. Tiene un punto de distancia, también. Si asocias Guille al cariño, luego te cuesta acostumbrarte al Guillermo. La Chica Langosta, por ejemplo, detestaba llamarme Guille, es más, se negaba en redondo. "Para mí, tú eres Guillermo", decía con esa sobriedad de entomóloga, y supongo que incluso ahora, si por alguna razón reapareciera, los términos del contrato seguirían siendo los mismos.
Cariños con la Chica Langosta, los justos. Para ella yo era alguien importante y la importancia requería como mínimo de tres sílabas.
Lo que ya no tengo tan claro es cuándo esto de "Guille Ortiz" pasó a ser de dominio público. Sinceramente, no lo recuerdo y no sé si me gusta o no. "Guillermo Ortiz" me suena más a escritor o articulista importante, "Guille Ortiz", no sé por qué, me suena a miembro de pandilla de "Verano Azul". Mi imagen pública es un diminutivo y una foto sonriendo frente a un vaso de whisky, eso lo dice todo de mis asesores. El paso de "Guillermo" a "Guille" en buena parte de mis colaboraciones, obviamente ha tenido un efecto dominó en mis relaciones más personales: si "Guille" era el término cariñoso para "Guillermo", ¿qué hacer cuándo "Guille" ya se convierte en el nombre oficial?
De una manera espontánea, a la que tampoco sabría poner fecha, empezó a popularizarse el "Gui". A mí lo de "Gui", de entrada, me parece ridículo. Creo que nadie debería permitir que le llamaran "Gui" bajo ningún concepto. Si la Chica Langosta se enterara me mandaría dos sopapos por correo certificado desde Bruselas. El problema es que, por auténtica casualidad, ese dimi-diminutivo solo me lo han dicho cuatro o cinco personas a las que he querido muchísimo en mi vida. Muchísimo. Sin relación entre sí, además: creo que ninguna de las cinco se conocían absolutamente de nada y ninguna empezó a llamarme así por haberlo oído antes, sino por generación espontánea.
Todo ello hace que el "Gui" al final funcione de manera pavloviana, es decir, que interprete que cuando alguien me llama "Gui" es porque esa persona me quiere y cuando me llama "Guille", simplemente me llama y luego ya veremos. Todo esto es ridículo, pero lo es desde el primer párrafo, así que no sé de qué se sorprenden. Cuando empiece a firmar mis libros "Gui Ortiz" -que no queda tan mal, recuerda un poco a Ray Loriga- tendré que reducir aún más mis formas cariñosas. Desde que se lo vi a Arcadi Espada, por ejemplo, casi siempre firmo mis emails como "G.".
Quizás ese sea mi destino a medio-largo plazo, convertirme en una inicial. Supongo que sería una desilusión para mis padres, porque no se pasa uno una vida planeando el nombre de su hijo para que al final se lo jibaricen de esta manera, pero si es el precio que hay que pagar, se paga. No todo va a ser estética en esta vida y supongo que ellos serían los primeros en entenderlo.