“Jordan entrena, la ciudad de Chicago suda”. Ese era uno de los titulares de principios del año 1995, la exclusiva que desveló los coqueteos de la gran estrella de los Bulls con su ex equipo después de casi dos años alejado del baloncesto, perdido en melancolías y esfuerzos absurdos por ser lo que no era: un jugador de béisbol. Jordan entrenó, jugó y sumó tres anillos más. Veni, vidi, vici. Aquel fue su primer regreso y disipó cualquier duda: era el mejor jugador de la Historia. Volver pasada la treintena, tras dos años en blanco, y ganar tres campeonatos consecutivos siendo el MVP de cada final rozaba lo ridículo.
Para más gloria, Jordan consiguió retirarse dejando unos últimos 40 segundos de ensueño: dos canastas, un robo de balón y el sexto anillo en ocho años, justo en casa de su gran rival de la época: los Utah Jazz. No se puede ser más grande. Si no lo creen, vean esto y observen la reacción de Andrés Montes y Antoni Daimiel.
En 1998, fecha de su segunda retirada, Jordan ya tenía 35 años, uno más que Raúl González Blanco ahora mismo para que lo pongan en perspectiva. Seguía siendo el mejor del mundo con diferencia pero estaba para pocas bromas: Phil Jackson no renovó su contrato, Scottie Pippen fue traspasado y Dennis Rodman decidió irse con sus peinados a otra parte. Ante tal desbandada, Jordan prefirió dejarlo, el recuerdo de su última suspensión en Salt Lake City convertido en póster, las manos en la cabeza de cada espectador mientras veían cómo Bryon Russell caía al suelo y el número 23 se levantaba para lanzar.
Del Jordan fuera de las canchas se han dicho muchas cosas, pero casi todas están relacionadas con su competitividad o incluso su ludopatía. Jordan siempre ha sido un jugador compulsivo de póker y muchos relacionaron la muerte de su padre con asuntos de apuestas que nunca se confirmaron. Tener a un ludópata quieto y tranquilo en casa es complicado. Sin baloncesto ni béisbol de por medio, Jordan se planteó el reto de ser el mejor en los despachos. Hay algo adictivo en el empresariado, perder y ganar millones de dólares, la adrenalina subiendo en cada decisión…
En enero de 2000, Jordan se hizo con un porcentaje de los Washington Wizards, un modestísimo equipo de la Costa Este cuyo único éxito deportivo —único éxito para cualquier equipo profesional de la capital de Estados Unidos— databa de 1978. Aquello era un reto, desde luego, y sus primeros resultados dejaron mucho que desear: su primera temporada completa como director de operaciones deportivas acabó con los Wizards ganando 19 partidos y perdiendo 63.
La incomodidad de Jordan era manifiesta. Si algo tiene cualquier superestrella, aparte de ambición, es orgullo. Nadie que ha sido venerado por millones de personas quiere ver cómo millones de personas se ríen de él. Es algo más que competitividad, es instinto. Visto lo visto y ante la incapacidad de mejorar al equipo en los despachos, se decidió a mejorarlo en la pista. Después de firmar a Kwame Brown, prometedor pívot salido del instituto, como número uno del Draft de 2001, el mismo en el que Pau Gasol ocuparía el número tres, Jordan vendió su porcentaje de opciones, como demandan los estatutos de la NBA, y anunció su tercera aventura como jugador. A los 38 años. Después de tres inactivo.
Era una auténtica locura, casi una excentricidad. Jordan se jugaba su prestigio y aunque muchos queríamos volver a verle en las canchas conscientes de que un Jordan cuarentón seguiría siendo un Jordan competitivo, en nuestro interior anidaba ese miedo al ridículo ajeno, al empeño del atleta que, como si protagonizara un relato de John Cheever, se empeña en demostrar al mundo que sigue siendo el que fue, que siempre será el que fue, aunque sea mentira.
Con todo, apostar contra Jordan siempre había sido un mal negocio. Los Wizards tenían a Brown, al excelenteRichard Hamilton y a un veterano como Doug Collins en el banquillo que ya había lidiado con el de North Carolina en los 80. La pretemporada dejó un par de partidos que deslumbraron a la audiencia y exageraron las expectativas. Cuando los comentaristas de Canal Plus hicieron una porra sobre cuántos puntos metería Jordan en su primer partido oficial, ningún pronóstico bajó de los 30. Se quedó en 19. Su equipo perdió contra los Knicks.
No fue un gran año, a decir verdad. Se esperaba que metiera a su equipo en los play-offs y no lo consiguió. Su cuerpo empezó a parecer el de un veterano, algo más hinchado, unas décimas más lento, la rodilla dando problemas toda la temporada. Sin duda él esperaba más pero si miramos las cifras con atención, no hay duda de que son impresionantes: justo después de cumplir 39 años, Jordan terminó la temporada 2001/2002 como líder de su equipo en anotación (22,9 puntos por partido), asistencias (5,1) y robos (1,4). Eso, además, medio cojo. Su equipo consiguió 18 victorias más que la temporada anterior, lo que anunciaba un segundo año glorioso, una tercera retirada por todo lo alto.
Para conseguirlo, los Wizards traspasaron a Hamilton y ficharon a Jerry Stackhouse, por entonces uno de los mejores anotadores de la liga. Fue un error colosal. La línea interior, formada por Brown, Haywood y esa eterna promesa que seguía siendo Christian Laettner a sus más de 30 años, se mostró inconsistente. Larry Hughes aportaba, pero en una posición ya demasiado congestionada. Las mejoras no fueron tales. La rodilla de Jordan dio menos guerra pero el equipo no respondió.
Por supuesto, seguía habiendo algo mágico e inexplicable en la figura de la mayor superestrella que haya conocido el deporte contemporáneo. Cumplió 40 años y siguió teniendo partidos de 40 puntos en la liga más exigente del mundo. Aquello no era ninguna tontería. Jugó su último All-Star y le mojó la oreja a todos los jovencillos con una exhibición brutal. Mariah Carey le cantó su Hero y el público aplaudió lleno de fervor.
Cada partido era una despedida eterna. Aplausos y homenajes. La temporada de los Wizards se convirtió en la gira de un pre-jubilado. Lucharon hasta el último momento por entrar en play-off, por regalarle a Jordan la oportunidad de decir de nuevo “lo conseguí, triunfé, cogí al peor equipo de la conferencia y lo llevé a la lucha por el anillo”… pero no lo consiguieron. El último milagro de Michael Jordan nunca tuvo lugar. Quedó en cambio la estadística, por supuesto. En su última campaña como profesional, promedió 20 puntos, 6 rebotes y 4 asistencias jugando 37 minutos por partido.
Con 40 años cumplidos, insisto.
Jordan podría haber jugado dos años más o tres o incluso podría seguir jugando ahora mismo, ya rozando los 50. Hace poco le preguntaron “¿Todavía puedes machacar?” y su respuesta fue algo así como “¿Estás de coña?”. Un cuarentón que responde en la cancha como un veinteañero prometedor, ese fue el último Jordan. El mito no dejaba ver la realidad de un jugador que seguía siendo sobresaliente incluso en un equipo mediocre. Sí, podría haber jugado más años y seguiría en torno a los 20 puntos por partido con mayor o menor esfuerzo, pero él no quería eso, él quería la gloria. Volver a los 38 y llevar al peor equipo hasta la final. Probablemente ese fuera su sueño de ludópata.
La primera sensación cuando abandonó la cancha de los Sixers después de su último partido fue de una cierta decepción, como si esos dos años no hubieran servido para nada. No era del todo cierto. Aquellos años eran necesarios para humanizar el póster, para evitar los interrogantes. En la mente del aficionado siempre habrá dos retiradas de Jordan: la de la suspensión sobre el estado de Utah y la del empecinado veterano de los Wizards. Su leyenda es tal que ha conseguido que la segunda no eclipse ni empañe siquiera la primera.