Madrid después de los 80. La nueva ola de la nueva ola. La nueva resaca, más bien. Pedazos de realidad y hombreras desperdigadas por la calle. Historias de amor confuso en bares donde la decadencia ya era un hecho, donde la diversión se había convertido en un hablar pastoso y una delgadez preocupante. Ariadna Gil. La bellísima Ariadna Gil con ese gesto post-adolescente de disgusto permanente, sonrisa forzada, invitación a un coqueteo que ella no va a empezar, pero quizás tú, si tienes suerte...
Ánimo, valiente.
El valiente era Pere Ponce. En los últimos años se ha dedicado a hacer de cura, pero a principios de los 90, Ponce simbolizaba al nuevo seductor, es decir, a Peter Pan. Ponce viviendo con su familia, conquistando mujeres con chistes espantosos pero cándidos y bajando los ojos para seducir a Gil o a Penélope Cruz cuando Penélope Cruz recién salía de Alcobendas.
Había motivos para identificarse con Ponce igual que había motivos para identificarse con Gabino Diego, aunque yo siempre vi en el humor de Gabino Diego una cierta incomodidad, como si no pudiera quitarse de encima el papel de hijo y nieto de Galvanes, y tuviera que recurrir a la sobreactuación. En Ponce incluso la sobreactuación, cuando llegaba, era enternecedora. Un osito de peluche. Eso era Pere Ponce en la disipada vida de Ariadna Gil, escenas de cama con hermano y desayuno familiar.
La torpeza de Ponce. La fingida torpeza de Ponce. Siempre me han encantado los torpes que no saben que no son torpes, probablemente porque ese sea mi caso. Gente que no controla su poder, simplemente, y acepta la derrota y luego cuando gana, ¿qué puede hacer? No acudir a citas, entrar en pánico, vagar por discotecas... Martínez-Lázaro y su visión del amor juguetón, de debajo de las sábanas. Un amor romántico, sin duda, de soñadores, y por la misma razón, un amor cruel al borde de lo kamikaze.
"El columpio", por ejemplo. Hay una línea que se puede seguir perfectamente en el cine romántico español de principios de los 90, un cine excelente que por alguna razón desapareció en cuanto desaparecieron Gabino Diego, Pere Ponce y Jorge Sanz y murió el nunca suficientemente valorado Cassen. Ellas supieron cambiar de registro. Ellos, no; tuvieron que recurrir a monólogos, sotanas y series narrando su autodestrucción.
Volvamos a la línea romántica de los 90: en 1991, Martínez-Lázaro estrena "Amo tu cama rica" descubriendo a Ariadna Gil y a Pere Ponce. En 1992, Álvaro Fernández Armero rueda "
El Columpio", excepcional cortometraje con la propia Ariadna Gil y el sorprendente Coque Malla, hasta entonces cantante de Los Ronaldos, macarra reconvertido en niño bueno y tímido que no sabe expresar sus sentimientos. En 1994, la eclosión: Martínez-Lázaro rueda "Los peores años de nuestra vida" uniendo a Gil con Gabino Diego y Jorge Sanz, un menage-a-trois delicioso, Armero dirige a Coque Malla y Penélope Cruz en "Todo es mentira" y Colomo rescata a Cruz para unirla a Ponce en "Alegre ma non troppo".
Y tras la eclosión, el silencio. O algo peor que el silencio, algo parecido a Juanjo Puigcorbé o Aitana Sánchez-Gijón.
Se rompió la narrativa adolescente. De golpe. Como si Madrid solo pudiera seguir entendiéndose en clave ochentera, en clave "Opera Prima", aunque fuera en sus estertores. Era fácil narrar la historia de esas flores temblorosas entre el horror del reflujo, pero cuando esas flores ya empezaron a marchitarse no hubo manera de crear un relato propio. El otro día lo hablaba con unos amigos: no hay un relato propio de los 90. No hay una narrativa. Quizá pueda haberla en Barcelona, no lo dudo, desde luego en Valencia, una narrativa de polígonos, discotecas de hormigón y fiestas rave en los aparcamientos. Pero lo más cercano a una narrativa sólida del Madrid de los 90 fue lo que hizo José Ángel Mañas: cinismo, desesperación, nihilismo y tontería, mucha tontería.
Incluso Ray Loriga parecía avergonzado de tener que vivir en la década estúpida.
"Amo tu cama rica" era la última sonrisa de los tiempos de Colomo, Trueba y compañía... la risa tonta que se queda después de una noche de borrachera a punto de terminarse. El canto de cisne de Peter Pan. Las películas de Martínez-Lázaro, las de Fernández-Armero nos ayudaban a pasar el trago, esas horas incómodas desde que te echan del bar a patadas hasta que amanece por fin y abren el metro para volver a casa. Volver a casa. En los 80, solo mencionar esta frase provocaba un ataque de angustia. En los 90, tengo la sensación, empezó a ocurrir todo lo contrario: por lo menos ahí, en principio, nadie podía hacerte daño.