El dominio de Lance Armstrong resultaba irritante. Para todos pero especialmente para los españoles, que mandábamos a Francia a nuestros muchachos como guerrilleros sin esperanza y nos volvían a las tres semanas con una media sonrisa, un puesto en el pódium, alguna etapa ganada… en resumen, la vuelta del ultramarinos para un país que había dominado París durante cinco años seguidos, navarro imponente y leoncito de peluche en la mano izquierda.
Armstrong, un corredor prometedor cuya carrera se vio interrumpida por un cáncer que casi le cuesta la vida, lo tenía todo para caer mal: no es ya que ganara siempre sino esa manía suya de ganar exhibiéndose. Induráinle daba cancha a los Rominger, Pantani o Ugrumov, pero el americano no. Había en él un punto de soberbia que se puede perdonar a un belga pero jamás a un estadounidense. Lance Armstrong era el imperio, como Luis XIV era el estado, sin distinciones.
Ganó en 1999 y se vio como un accidente por las bajas de Ullrich y el propio Pantani. Ganó en 2000 y la cosa empezó a ponerse seria. A partir de ahí le cogió el gusto y no soltó la presa: triunfó en 2001 y en 2002 y llegó a 2003 algo bajo de forma pero dispuesto a conquistar su quinto Tour consecutivo, igualar a Merckx, Anquetil eHinault en el palmarés e imitar a Induráin en el número de victorias seguidas.
A Armstrong le llamaron prepotente, dopado, tramposo, envidioso, camorrista, maleducado… pasó por una paternidad, un divorcio, varias portadas escandalosas y, pese a todo, nadie encontró manera de bajarle de ahí. Tipo terco este tejano.
¿Qué era lo mejor que podíamos enviarle desde España? A Joseba Beloki. Beloki era un muy buen ciclista con un palmarés probablemente no a la altura de su talento. Uno de tantos que acabaría su carrera en la cuneta de la Operación Puerto, ídolo y tramposo a partes iguales. El guipuzcoano tuvo un inicio de década portentoso: tercero en el Tour de 2000 y 2001, segundo en el de 2002, siempre a gran distancia del americano, pero inasequible al desaliento.
Nadie sabía muy bien qué era Beloki. No era un escalador a la vieja usanza, un hombre de demarrajes salvajes y pájaras descomunales. Tampoco era un contrarrelojista, aunque siempre conseguía acabar entre los diez primeros de la especialidad. Simplemente era el hombre que aguantaba. Cuando todos caían como moscas, él seguía ahí, con la calculadora en la mano. Un ciclista que no entendía de días malos. Su regularidad y su equipo –el temible ONCE de Manolo Saiz- le convertían en un claro candidato a discutir a Armstrong su quinto Tour en 2003.
Para eso tendría que ser más valiente.
Y lo fue, desde luego. Beloki empezó el Tour con inercia, irreverente, lanzado en las entrevistas y ruedas de prensa. El prólogo de París –aquel año la carrera empezaba y acababa en la capital- le colocó en novena posición, a apenas dos segundos de Armstrong. Tres días más tarde, su equipo solo se dejaría 30 segundos más con el todopoderoso US Postal. Llegó el Alpe D´Huez y Armstrong fue incapaz de reventar la carrera, como hacía puntualmente cada verano: Iban Mayo, otra promesa envuelta en el dopaje, se llevaría cómodamente la etapa, con más de dos minutos sobre el grupo de los Basso, Hamilton, Beloki, Armstrong, Mancebo oZubeldia, grupo del que solo se pudo separar en los últimos kilómetros Alexander Vinokourov para meter medio minuto a los favoritos.
El escenario era completamente nuevo: habíamos pasado los alpes, el prólogo, la crono por equipos… y era obvio que Armstrong no estaba al nivel de años pasados. Había en su cara una crispación inhabitual y nada invitaba a pensar que se tratara de una de sus habituales partidas de poker. De acuerdo, el tejano era el líder de la general tras ocho etapas pero sus ventajas eran casi insignificantes: Beloki le tenía a 40”, Mayo a 1´10”, Vinokourov a 1´17”… y Ullrich acechaba a tiro de contrarreloj, poco más de dos minutos perdidos.
La novena etapa tenía pinta de transición. Era la tercera de los Alpes pero suficiente tralla se habían metido ya. La trampa estaba a ocho kilómetros de la llegada, un puertecillo llamado La Rochette, corto pero intenso.
Hay ciclistas que no entienden de pausas ni treguas. Alexander Vinokourov es uno de ellos. Lo es ahora, a sus más de 35 años, sin combustible, imagínenselo en 2003. El kazajo, cuarto de la general, lanzó un ataque suicida. La idea era coger unos metros arriba y jugársela en el descenso a Gap. Así fue: nadie saltó a su rueda y en cuanto la carretera se puso cuesta abajo los segundos de ventaja empezaron a subir con respecto al grupo de los eternos favoritos, que lidiaban con la situación como podían, en una especie de sálvese quien pueda sin patrón claro.
Armstrong no entendía lo que pasaba. Sus piernas, simplemente, no respondían. El americano bajaba torpe, cuadrado, incapaz de liderar una persecución en condiciones, a rueda de Bettini, enloquecido tras ese traidor que se empeñaba en quitarle la victoria de etapa. Vigilaba las ruedas de los demás, pero sobre todo la de Beloki. Es imposible saber si consideraba al guipuzcoano su gran rival o si él seguía pensando en Ullrich, pero el caso es que todo el empeño de Armstrong era pegarse detrás del español, segundo en la general, crecido, sabedor de que cuanto más revuelto estuviera el río, más posibilidades tendría él de acabar pescando un maillot amarillo.
Vinokourov volaba y detrás el líder calculaba y se fijaba en aliados y enemigos. De pronto, la rueda de atrás de un corredor derrapa a la salida de una curva, balancea la bicicleta y lanza al ciclista al suelo. Armstrong está justo detrás, condenado a la caída, al raspón o la rotura, la recuperación doliente, cambio de bicicleta como mínimo, pérdida segura de contacto y probablemente de liderato, secuelas imposibles de calcular y quinto Tour al garete.
En un alarde de equilibrista, consigue esquivar la bicicleta y salvar al corredor echándose a su izquierda, hacia el barranco. El campeón en el barranco, recuerdos de Ocaña en 1971. Armstrong desaparece del plano y se lanza al vacío mientras el accidentado se queda roto en el suelo y los demás trazan como pueden la siguiente curva. Cuando salen de la misma, delante de ellos, vuelven a ver el maillot amarillo. ¿Cómo demonios lo ha hecho?
El vacío no era un vacío, el barranco no era un barranco, solo una pendiente pronunciadísima de hierba, tierra y piedras cogida a casi 100 kilómetros por hora. Armstrong tuvo suerte, de acuerdo, pero además demostró una pericia inimaginable: dando tumbos, como un auto loco conducido por Pierre Nodoyuna, volando hacia el fracaso, el americano consiguió mantener el control de la bici, escapar del prado sin un mísero pinchazo y cruzar todo recto para acabar en cabeza del pelotón.
Detrás de él, dolorido, incapaz de levantarse siquiera del suelo quedaba Beloki, y junto a él el resto de su carrera como ciclista, que jamás conseguiría recuperar. Ese día, esos diez segundos que separaron la tragedia de la victoria, no solo supusieron el quinto Tour para el americano —aunque tuviera que lucharlo con Ullrich hasta la última contrarreloj— sino que le lanzaron a por un sexto, incluso un séptimo. Nunca tan pocos segundos cambiaron tanto la historia de un deporte. Armstrong, el hombre acostumbrado a vivir en el alambre volvía a salir vencedor. Cuando algo ocurre tantas veces, incluso la palabra “milagro” acaba perdiendo su sentido.
Articulo publicado en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"