Thomas Muster era mourinhismo puro. Mourinho antes de Mourinho. Mourinho en los tiempos de Capello. El hombre que encontraba a su rival mirando el cuadro de un torneo con mimo y le decía "no pierdas el tiempo, no vas a pasar del primer partido". Muster era ante todo un tipo duro. Sin ser un tipo duro no se hubiera recuperado de un atropello que casi le cuesta la carrera ni se hubiera especializado en la superficie más agotadora físicamente: la tierra batida.
Supongo que Muster seguiría los habituales protocolos de cortesía pero era la clase de tipo al que no te imaginabas pidiendo perdón por tocar la red o darle a la pelota con el marco de la raqueta. Uno de esos jugadores que si perdía un partido podía dedicarse a meter el dedo en el ojo del contrario, el juez de línea y algún recogepelotas despistado.
Thomas Muster. Tiene nombre de testimonio de "La hora chanante".
Un repaso a su carrera: Muster fue un jugador competitivo desde 1986 a 1998, fechas de su primera y su última final en el torneo. Doce años de finales son muchos años, mucho correr y deslizar, mucho puño elevado, mirada desafiante, bola imposible a la izquierda, bola imposible a la derecha. Muchos años de gimnasio y construcción de un mito. El indestructible Muster. Había veces que daba miedo y veces que directamente mejor dedicarse a otra cosa: 1995, por ejemplo, cuando arrasó en el circuito de tierra con una superioridad que nadie había demostrado desde Vilas y nadie demostraría hasta Rafa Nadal.
Mi recuerdo de Muster es el de sus enfrentamientos con Bruguera, el desgarbado Bruguera. Aquel hombretón nórdico, rubio casi calvo, brazos y piernas henchidas, mirada agresiva y mandíbula prieta frente al siempre desganado catalán, pensando en la próxima partida de póker. La fuerza contra el talento. Por supuesto, yo iba con Sergi, siempre he ido con Sergi, y como buen adolescente patriotero detestaba a Muster, su arrogancia, su manera de tratar al contrario como si fuera un sparring y aquello en vez de Roland Garros fuera Zaire.
Aquel 1995, como decía, fue mágico. No solo por ganar Roland Garros, sino porque además cayeron otros once títulos que sumar a los diez de 1993-94 y los siete de 1996. Todo ello le llevó al número uno del mundo, una auténtica excentricidad en los tiempos de Sampras y Agassi. No duró mucho: apenas seis semanas en dos breves reinados entre febrero y abril de 1996. En mayo llegaría Kafelnikov, otro gran ludópata y le quitaría Roland Garros para acabar con una época. Kafelnikov tenía ese aire a Raikkonen, un tipo que te ganaba un Grand Slam y luego lo celebraba con vodka y putas en el yate.
Muster, no. Uno se imagina las celebraciones de Muster como las de Rocky Balboa, subiendo y bajando escaleras, y besando a su mujer, embelesada y arrebatada ante la gloria de EL HOMBRE.
En fin, Muster se retiró, pasó muchos años muy tranquilo, probó con el circuito de veteranos, que es la jubilación dorada de los grandes y cuando se cansó de tanta condescendencia volvió a llamar a Apolo y se fue a los Alpes a entrenar, preparar cada rueda de prensa y disputar un challenger tras otro a sus 40 años sin importarle perder semana sí y semana también. Él es Thomas Muster, ¿qué querían?, ¿otro llorica lamentándose? Eso déjenlo para el próximo libro de salmos de Michael Chang.