Exorcizar el mal, un tema recurrente en la literatura universal y muy especialmente en la literatura post-Auschwitz. Exorcizar la realidad, de paso. Transformarla en algo nuevo, radicalmente distinto, mediante la pintura o la escritura o el montaje. Si no es posible, como hace Menéndez Salmón, simplemente retratar mal y realidad tal como se perciben, sin edulcorantes, Lisboa temblando en tiempos de filosofía.
Hay en “La luz es más antigua que el amor”, igual que en anteriores obras del autor, una batalla constante contra Leibniz y el principio de razón suficiente, aquel que dice que “nada ocurre sin razón” y que, por consiguiente, vivimos en el mejor de los mundos (lógicamente) posibles. Los personajes de Menéndez Salmón desde luego no lo sienten así. Su relación con el mal –la Inquisición, la peste, el cáncer, la angustia vital, el estalinismo…- es compleja: por un lado, una especie de resignación en el día a día. Acepto el mal como parte de lo que me ha tocado y siguiendo a Nietzsche afirmo: “¿Era esto la vida? Bien, otra vez”. Por otro, una batalla interna que arrasa con todo. La batalla del inconformismo, de inventar salidas, cualquier salida para mitigar el dolor.
La estética, en definitiva.
“La luz es más antigua que el amor” es un tratado de estética como escondite. El creador, el artista como alma solitaria que ilumina el mundo. Su mundo. Digo estética y no ética porque en ninguna parte del libro se advierte que ese nuevo mundo sea algo más que un alivio necesario. La palabra “salvación” no aparece por ningún lado y la verdad es que se agradece porque de mejoradores del mundo ya estamos un poco hartos. Simplemente, es una necesidad, un recurso frente a la desesperación.
El autor nos cuenta cuatro historias distintas pero relacionadas: tres pintores y un escritor. De los tres pintores sabemos que dos son inventados. El escritor se insinúa como real, aunque al lector eso deba resultarle intrascendente. Los cuatro topan con el mal absoluto en algún momento de su vida y lo toleran hasta que estallan, hasta que optan por el suicidio –la influencia de Thomas Bernhard sobre Menéndez Salmón es tal que ni él mismo se preocupa en ocultarla- o la condena en vida. Catarsis.
No es un libro alegre, desde luego, ya se habrán dado cuenta. Sí es tremendamente honesto y su estilo, ligeramente recargado en ocasiones, se hace llevadero precisamente por su falta de impostura y pretenciosidad. Si algo molesta, y hay que decirlo, es el narrador. A veces, se pierde en disquisiciones que ya quedan muy claras en la propia narración y las acciones de los personajes. Del mismo modo, determinadas referencias metaliterarias, incluyendo la que da nombre a la novela, se podrían obviar perfectamente.
Esos momentos en los que te das cuenta de que hay alguien moviendo los hilos y durante un rato chasqueas la lengua, molesto. Luego te olvidas y sigues, gustoso, a lo tuyo.