jueves, octubre 07, 2010

El Nobel para Vargas Llosa


Empecé por el principio y me leí "Los cachorros", aquel relato largo-novela breve que hoy en día cualquier editor hubiera alargado hasta convertirlo en un libro de 20 euros, y probablemente mañana alguno lo hará. Lo leí de una sentada, que se suele decir, fascinado por gracias, desgracias, excesos y desórdenes juveniles. Inmediatamente, intenté plagiarle el estilo, pero eso no es tan fácil. Supongo que algo queda del entusiasmo cabal de "Los cachorros" en mi literatura y en la de muchos. Hace nada escribía una reseña sobre Andrés Barba en la que creía reconocer los trazos de Vargas Llosa en el camino.

Llegaron después "La ciudad y los perros" -uno de los mejores libros que he leído en mi vida- y "La tía Julia y el escribidor". Luego descubrí que tenía una prima llamada Julia y el título me hizo muchísima gracia. También intenté copiarle y escribir sobre "los 50 años, la flor de la edad" pero probablemente rejuveneciendo esa flor hasta los 20 o 25, no sé cuántos años tendría entonces. Por cierto, siempre me pareció que había que tener un punto importante de vanidad pero también un par de huevos toreros para publicar "La tía Julia y el escribidor", aquella historia de semi-incesto, y llamar al protagonista Varguitas por si alguien se perdía.

Exploré los entresijos de "La casa verde" gracias al libro y a su "making-of", algo así como "La intrahistoria de una novela", no recuerdo el nombre exacto. A Vargas Llosa le gusta tanto la literatura que es un apasionado de los trucos, como un mago insistente: su ensayo "La verdad de las mentiras" me tomó un tiempo porque fue elegido en una época algo azarosa para mí, entre varias ciudades, ahí dejaba claro que Flaubert y "Madame Bovary" eran su referente. Me extrañó, yo, recio castellano, siempre fui de Clarín y La Regenta. Espero salir pronto del error si es que hay tal.

Coincidimos en San Sebastián en 2004, él era el director de un jurado con Laura Morante. Lucía traje blanco y sonrisa dental. Intenté escribir una historia sobre un conocido escritor que se liaba con una famosa actriz en un hotel de lujo durante un festival de cine. Él estaba en el ocaso de su vida y lo sabía. Ella también lo sabía y no se iba a preocupar en desmentirlo. En medio de todo aquello había un chico que hostigaba al escritor. Quería una entrevista. En sus pesadillas, Vargas Llosa -llamemos a las cosas por su nombre- imaginaba al joven periodista matándole, no de manera metafórica sino completamente real. Se lo imaginaba un loco fanático dispuesto a acabar con él, pero cuando descubría lo contrario ya era demasiado tarde: el corazón había dicho basta.

Suena un poco Flaubert, ahora que lo leo.

El caso es que en alguno de los múltiples pases oficiales de San Sebastián me acerqué a Don Mario -así le llamé yo, Don Mario- y, andando por el puente que une el Kursaal con el María Cristina, le expliqué que yo también quería ser escritor, que me gustaban tanto sus libros, que le seguía más que la propia Sofía Mazagatos y que, caramba, quería un autógrafo... para mi madre. Entiéndanme, tenía 27 años, era un completo idiota. ¿Cómo reconocer que el autógrafo lo quería para mí, proyecto de escritor frustrado? No, demasiada vanidad para ello. "Es para mi madre, ella fue la que me recomendó que le leyera". Aquello era verdad y Llosa volvió a sonreir y se paró por fin en aquel paseo: "Las madres siempre son mejores lectoras", me dijo. Yo me había reducido de escritor a lector y él se encargaba entonces de reducirme de lector a nada.

Firmó el autógrafo, rechazó gentilmente una propuesta de entrevista, siguió sonriendo y desapareció, blanco entre una especie de calima. Algo en él me recordaba al protagonista de "Muerte en Venecia", el libro y la película.

En fin, el autógrafo seguirá por ahí. Mi madre y yo discutíamos antes de comer sobre quién lo tenía. Ninguno de los dos lo recuerda. Vaya mitómanos de mierda. Lo que no quería bajo ningún concepto es que me pasara como con Benedetti, al que nunca me atreví a hablar pese a admirarle hasta las trancas y vivir en la misma calle que yo. No porque pensara que Don Mario fuese a morir, sino porque pensaba algo parecido a esto: que se acabaría convirtiendo en alguien aún más famoso, tan famoso que un autógrafo suyo, una conversación apresurada sobre un puente quedaría reservado al terreno de la ficción, junto a la actriz italiana madura pero atractiva y algún otro periodista que invoque el miedo a la juventud.