Determinados enfoques me aburren. Véase el maniqueísmo habitual de la Guerra Civil y, por supuesto, de la II Guerra Mundial y especialmente el Holocausto. Hay que ser muy prudente cuando uno se acerca al tema del Holocausto, porque no es algo que se novele con facilidad desde fuera. No es algo que un niño descubre inocentemente como un juego. Es de esas cosas que se pueden señalar pero difícilmente describir.
No sé cómo lo hace John Boyne en su libro porque nunca he mostrado demasiado interés en leerlo, pero desde luego la adaptación cinematográfica es pésima: niño de padre nazi viaja con su familia a casa desde la que se controla campo de concentración donde niño judío pasa todo tipo de atrocidades que no llegan a ser reveladas nunca, sólo intuídas.
Los malos, los nazis, son todos especialmente malos y tienen que ser malos todo el rato, en cada escena. Los buenos son siempre buenos y tienen la mirada limpia -la abuela de la criatura y la criatura, sencillamente insoportable-. En medio quedan dos personajes ambiguos: el de la hermana y el de la madre, que se convierte a la verdad demasiado tarde. Ahora bien, cuando se convierte lo hace a lo bestia como era de esperar: lloros, rabia, pataleta... ¡Quién iba a pensar que hacían eso con los judíos en Alemania! ¡Cómo iba a enterarse la mujer de un comandante del Führer!
El final, increíble. Facilón. Melodramático. Me temo que la novela iba a la fibra sensible del lector y la película se ha quedado sólo con eso. La gente ha aplaudido. La gente es muy rara.
Bardem se va, Woody Allen también. Vienen Almodóvar y
María José Moreno. Empieza el fin de semana y las salas se van llenando. Poco a poco. Las fans de Miguel Ángel Silvestre me llamaron "tío bueno" y empezaron a silbarme cuando salí por la puerta del María Cristina. A esa masa sin ansiolíticos les vale cualquier excusa, que diría Hache.