Así se llama el diablo en euskera. Vamos, no lo sé seguro, pero debe de ser algo parecido. Bataplán es una mezcla entre demonio e infierno, tentación y lugar de condena eterna. Lugar donde se pasan las horas que deberían ser de sueño.
En el Bataplán, o camino del Bataplán, uno se encuentra a Lluis Segura buscando producción para su primer largo, se toma una copa al lado de Michael Winterbottom, se pasa de la terraza de arriba a la pista de abajo y de Madonna en mil versiones a una especie de chunda-chunda sin principios ni finales definidos.
En el Bataplán hablamos Maite, Ceci y yo de música mientras la marea sigue bajando, como casi todas las madrugadas de septiembre. En el Bataplán nos peleamos con el encargado, que de repente nos quiere cobrar 15 euros por la entrada -con UNA copa- cuando estamos acreditados, bajo la excusa de que "el festival y la discoteca son cosas distintas". Es verdad, claro. Pero luego llega el miércoles, ¿y quién llena el garito? En fin, empresarios...
Al Bataplán no llegan Dani Diosdado, ni Arthur, ni Anne, ni Jesús, ni Eva, perdidos en el combate del Dickens. Las noches se prolongan hasta un punto absurdo, igual que en Madrid, con la esperanza de que pase algo mágico, sin poder definir qué es "mágico" para nosotros. Un milagro. Nuestras vidas se han convertido en la espera insatisfecha de un milagro.
El Bataplán. Ahí comenzaron algunas cosas
hace dos años. Por ejemplo, Mar Muro, que sale para irse al hotel porque nosotros no queremos pagar la entrada. Aunque, al final, el mal vence una vez más, y acabamos pagando, claro.